viernes, 8 de julio de 2016

Cómo ríe la luna de Vernor Muñoz

Colaboración del autor
Salón Dorado, 27 de agosto de 2015

Vernor: ¿Te acuerdas cuando querías ser como Cortázar, escribir como se juega, jugar como se escribe? –diría, más o menos, un poema cubano-. ¿Te acuerdas cuando queríamos ser como Cortázar o, mejor aún, ser Cortázar?
Este año me han sucedido cosas extraordinarias, un par de libros, sobrevivir a mí mismo, a la vida, etcétera, y una de ellas es ver este libro publicado después de 30 años de espera, aunque no sea el mismo libro. Nosotros, los de entonces, tampoco somos los mismos. El túnel del tiempo se convierte a veces en un telescopio. Como lo he contado en varias ocasiones y lo volví a contar en La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible:
 “(Carlos) Catania nos reunió a la salida de su taller de dramaturgia, en la Compañía Nacional de Teatro, y nos advirtió que teníamos que presentar una novela. (Rodolfo ya tenía los borradores de lo que sería La doble muerte de Ricardo Morúa), pero a Bernard Kaver y a mí el anuncio nos sonó a una catástrofe. Ninguno de nosotros tenía ni la más puta idea de lo que era una novela. Estábamos tan entusiasmados por publicar en Seix Barral que a ninguno de los dos se nos ocurrió detenernos a pensar que debíamos tener escrito algo que pudiera ser editado.
Por si acaso, Bernie había empezado a bocetar Simulacro de incendio, que nunca publicó, y yo, con mayor dificultad, Los vasos comunicantes, que me tomaría años en finalizar y que estaría formada por diez primeros capítulos”.
Los vasos comunicantes fue mi primera novela –que se publicó bajo el título de Encendiendo un cigarrillo con la punta del otro en 1986- y Bernard/Bernie Kaver(norio) es un juego de palabras que alude/elude a Vernor Muñoz. Nuestro proyecto narrativo surgió de una disparatada propuesta que le hizo el escritor argentino Carlos Catania a tres jóvenes escritores, en 1982 o 1983, en los términos que yo relato en mi libro.
De Simulacro de incendio, una novela que no fue, a Cómo ríe la luna, la novela que presentamos esta noche y que en algún momento se llamó también Simulacro de incendio –y que termina con uno-, hemos atravesado por toda suerte de crisis y mutaciones, de la década perdida en Latinoamérica a la crisis financiera internacional, pasando por el fin de la guerra fría, la caída del muro de Berlín y la decadencia de los macrodiscursos, entre los cuales se encuentra el de la novela latinoamericana épica. A pesar de todo eso, la narrativa no ha perdido su papel para explicar el mundo. O, al menos, para darnos una imagen, una forma del mundo.
Por supuesto, eso no lo entendíamos hace 35 años cuando estábamos demasiado cerca del nouveau roman, la novela experimental y el aplastante y maravilloso boom y nos obsesionaba el estilo y las técnicas narrativas. Sí, en efecto, las técnicas y el estilo son importantes siempre y cuando sean transparentes y estén al servicio de una buena historia. Contar lo que estábamos destinados a contar nos ha tomado lo que explicaba laboriosamente Joaquín Gutiérrez en su taller de: lo que yo llamo tinta-tiempo u horas-papel. Borradores, papeles arrepentidos, libros, incertidumbre, comienzos y recomienzos. En este oficio el que tenga miedo no debe comprarse un perro sino corregir, reescribir, sudar gotas de tinta.
Vernor y yo hemos compartido muchas cosas, algunas públicas, como un libro antológico, lecturas de poesía, festivales literarios y viajes –que son en sí mismos un género literario-, y otras cosas inconfesables y secretas. Por unas y por otras, por lo que hemos olvidado y por la memoria y por una larga amistad que me precio de aquilatar, estoy aquí esta noche para celebrar una primera novela. Una primera novela de una larga madurez largamente fermentada.
            En La casa encendida, uno de los grandes poemas de la poesía española, Luis Rosales dice:             “…y Gerardo –ya sabéis que Gerardo quería llegar a ser como un domingo cuando fuera mayor”. Y Vernor se nos hizo mayor.
            Sé que esta presentación es tal vez un poco demasiado excesivamente personal pero en el próximo párrafo comenzaré a hablar de cosas importantes, que es como Balzac, en palabras de Carlos Catania, se refería a la literatura.
            A Vernor le debo algunos regalos literarios que quizá él mismo no recuerde: me llamó para avisarme de la muerte de Cortázar, el 12 de febrero de 1984 –algo así como el principio del fin de una época-; me descubrió a José Emilio Pacheco –sucedió en un closet de su apartamento en barrio México, dentro de un ejemplar de Zona Franca, la revista venezolana en la que escribía Eunice Odio-; y me obsequió Una noche con Hamlet del poeta checo Vladimir Holan. Los tres regalos me han acompañado toda la vida y creo que a Vernor también.
            Cómo ríe la luna es un objeto estético perfectamente acabado y, como Rayuela, se divide en tres partes -“del lado de allá”, “del lado de acá” y “de todos lados”, en la novela de Cortázar- y es una de las pocas obras de la narrativa nacional que pone a dialogar el interior y el exterior de nuestra ideología literaria. Como ustedes saben, la novela costarricense tiene fronteras muy definidas: el valle central, el reducto de la nacionalidad, el kibutz endogámico –diría Horacio Oliveira-, la isla final, entre el canal del tránsito –el río San Juan- y el canal de Panamá, y lo que está más allá de Turrialba.  
            La novela puede leerse como un mapa –el que figura en la edición de Uruk- que comunica “el lado de allá”, que es el más allá de la novela costarricense –Limón, el Caribe, el Atlántico-, con “el lado de acá”,  el San José de la década de 1930, circunscrito al triángulo que formaron el barrio La Dolorosa, El Pacífico y La Soledad o Paseo de los Estudiantes, pero al mismo tiempo maravillosamente leído a través de un retrato de las clases emergentes y de la cultura popular del siglo XX.
            Quizá lo más asombroso de esta novela, aparte del aliento de verosimilitud que trasuntan sus páginas, sea la estructura, que entremezcla elementos de novela epistolar, literatura social, intriga política y trama de misterio para contar una historia compleja, en red, centrada en tres parejas de personajes –y una mulata hecha de la materia de la que están hechos los sueños-, y a la vez abierta a múltiples personajes, escenarios, subtramas, situaciones e interpretaciones.
            Si la generación de escritores de la que formamos parte Vernor y yo se ha ocupado extensamente de la decadencia urbana de San José, en una primera etapa narrativa, Cómo ríe la luna es parte de otro momento, que no pretende volver al pasado desde el registro de la nostalgia o de la corrosión sino recuperar la sensación del presente, de un presente que se nos escapa y se vuelve irreal.
            No hay nostalgia en las páginas de Cómo ríe la luna sino un mundo narrativo propio que se entreteje con una realidad que, probablemente, para la mayoría de sus lectores  en el siglo XXI, sea imaginaria. El mapa, que incluye la edición impresa, es un truco mnemotécnico, un artificio de una ciudad que, hasta que inició su autocanibalización, en la segunda mitad del siglo XX, se entendía a sí misma, en un lenguaje arquitectónico y urbanístico coherente.
            Cómo ríe la luna recorre la historia social costarricense, de la lucha por el sufragio femenino, el nacimiento del Partido Comunista, la Gran Huelga Bananera de 1934 –como la llama Calufa, el gran Calufa- y las persecuciones contra la oposición en la última administración Jiménez Oreamuno –a punta de cinchazos-, a la promulgación del salario mínimo y la influencia de los intelectuales y escritores socialistas y antiimperialistas en el espacio público. Lo hace a partir de una brillante caracterización de personajes y ambientes ideológicos, arduamente investigada y cuidadosamente urdida en los entresijos de la intriga principal y del espíritu de la época que resulta memorable, gracias al artificio narrativo.
            Leyendo esta novela es posible leer de otra forma –releer, que es la tarea primordial de la tradición literaria- la década de 1940 y las textos que, desde Mamita Yunai (1941) a Murámonos Federico (1974) –y el ciclo posrevolucionario de Quince Duncan, Julieta Pinto y Gerardo César Hurtado-, generaron los acontecimientos de la reforma social, la guerra civil y la instauración del periodo desarrollista posterior.
            La dosificada alusión a la violencia, tan ajena a nuestra historia literaria, cuando no se habla de Limón –y la otredad-,  es el resultado de un discurso literario denso y bien hilvanado, en el que los personajes hablan por ellos y no por sus ideologías o estereotipos.
            La novela recrea una ciudad –utópica, tal vez-, que es real porque es imaginable, que cabía en un 1% o en un 2% en el Teatro Raventós. Una ciudad cuyos puntos cardinales eran La Mata de Tabaco y La Eureka, cerca del Mercado Central, y que discurría entre un queque de higos de La Garza y el pan de Curling. Para quienes no se enfrentaban con la fiebre amarilla de las plantaciones bananeras, el mundo se extinguía en Las Pavas, un micromundo que permaneció casi inalterable hasta la urbanización de la hacienda Rohrmoser, para llegar a El Diamante, La Perla y La Esmeralda –que eran cafeterías y no joyerías-.
En una esquina del Parque Central, El Sesteo se llenaba cada noche al compás de la orquesta de Gilberto Murillo, quien en 1959 se la vendió a su saxofonista y director musical, por mil colones, y el cual la convirtió en un nombre que quizá ustedes reconozcan: La Fabulosa de Otto Vargas.
            En ese mundo, Cómo ríe la luna sabe extraer una fibra vital que nunca decae y que entremezcla la intimidad personal de sus personajes con el trasfondo político, social y cultural. Como se hará patente en la década siguiente, las pugnas por el gusto musical y luego político-partidario se dirimían en las ondas de radio, en las estaciones Alma Tica, Titania –ferozmente anticalderonista en los cuarentas- y La Voz de la Víctor, del nunca bien ponderado Perry Girton, celebérrimo e inolvidable distribuidor de películas de Hollywood.
            Cómo ríe la luna es una novela que viaja en el tiempo y en el espacio, pero que lo hace en tranvía y, en virtud de sus personajes, en taxi, y debo confesar mi predilección por este sesgo de clase media. No es un libro sobre las capas populares, como Ese que llaman pueblo (1942)  de Fabián Dobles o A ras del suelo (1970) de Luisa González –publicado décadas después de escrito-, sino sobre los grupos emergentes que conocerán su época de oro en la segunda mitad del siglo XX.
            Digo que no puedo evitar este sesgo de clase media porque el conmovedor retrato que hace Vernor de un sociedad de maestras, secretarias o costureras –porque muy poco más podía hacer una mujer en la Costa Rica de hace 80 años- es el de mi familia, el de mi madre, el de mis tías y primas mayores. Muchos de los acontecimientos insignificantes que cuenta la novela y que hilvanaron la infinita trama de Penélope de la espera femenina, durante siglos, se los escuché a las grandes mujeres de mi vida en el mismo tono de pequeña confesión, de épica mínima, de epopeya cotidiana o irrelevante tragedia con que hace casi un siglo se aceptaban las cosas irremediables de la existencia.

            La década de 1930 es también la época de Latinoamérica, como queda palpable desde el título. El nacionalismo latinoamericano, surgido tras la revolución mexicana, cobra vida en el tango, la canción ranchera y la música tropical, e invade las ondas de radio y películas memorables como El prisionero trece (1933), ¡El compadre Mendoza! (1934), ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935) y, por encima de todas, Allá en el Rancho Grande (1936). Una muchacha, después de ver decenas de veces Allá en el Rancho Grande, en blanco y negro, en el Raventós, el América o el Moderno, podía jurar que Tito Guízar tenía los ojos azules más bellos del mundo. Y probablemente era cierto. Esos ojos azules, nacidos de la imaginación, como una fotografía sutilmente coloreada a mano, son los ojos a través de los cuales Vernor Muñoz descubre y re-descubre una época desconocida hasta ahora para la narrativa costarricense. Los invito a descubrir esta hermosa primera novela –no primeriza-, que por fortuna para nosotros no se escribió hace 30 años. Como dije al inicio: El túnel del tiempo se convierte a veces en un telescopio.
Carlos Cortés...

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