jueves, 27 de junio de 2013

Yo no puedo callar...


La aritmética del patriarcado
Yadira Calvo

Convocados por Yadira Calvo, nos topamos con un público cálido y fervoroso. No cabe duda de que la buena sombra convoca siempre, buena sombra...no queda más que decir que compartir a  Ana Lucía Fonseca Ramírez

1. Es un texto sobre los ideólogos de una aritmética perversa. Por sus páginas desfilan, ante el análisis implacable y esclarecedor de Yadira Calvo, filósofos, teólogos, “padres” de la Iglesia, predicadores, jurisconsultos, humanistas, médicos, psicólogos, científicos del más variado cuño, artistas… todos “eminentísimas eminencias”, empeñados en hacer sumas, restas y ecuaciones…

… sin asomo de duda, asentando un presunto saber inamovible, avalado por la ciencia, autorizado por la filosofía y mantenido por la tradición. (p.243)

Una aritmética que atribuye más de todo lo positivo y menos de todo lo negativo… a los hombres, y a la inversa para las mujeres. Los sumandos para las mujeres son claramente reconocibles: más dóciles, más sumisas, más sacrificadas, más inocentes, más fantasiosas, más ingenuas, más inútiles, más tontas, más malas… y también reconocemos los sustraendos: menos inteligentes, menos fuertes, menos valientes, menos morales, menos justas, menos valiosas…

Una aritmética sostenida en la creencia en las mismas “razones y proporciones” para crear una relación valorativa entre los sexos, donde, por supuesto, cierto tipo de varón sale siempre ganancioso.

Para empezar dos ejemplos a los que se refiere Yadira:

Pierre-Joseph Proudohn, el anarquista del S.XIX, puso en proporciones, “sin riesgo de error”, algunas relaciones matemáticas entre hombres y mujeres: como 3 es a 2, como 9 es a 4, como 27 es a 8, acerca de valores físicos, morales e intelectuales. Él creía que estas proporciones son reveladas, en común acuerdo, por la aritmética y la Justicia: las matemáticas y el derecho hablaban claro de la proporción en que las mujeres somos física, moral e intelectualmente… menos.

Clemente de Palma (1903): Las mujeres inconformes rompen la “ecuación de la estética de la vida”: aceptar las tesis feministas es un daño para las mujeres porque: “adquirirán los vicios y defectos de los hombres”, “se harían desgraciadas con la preocupación por la ciencia” y “perderían sus poéticas virtudes”, su “atrayente perfume de feminidad”, “su deliciosa coquetería”…

Y, ¿si la matemática no funciona? ¿Si se encuentran, a lo largo de la historia, mujeres que han roto con ese “destino”? Pues quedan dos recursos: o bien, se echa mano de la gramática para afirmar que existe LA MUJER sin adjetivos pero con mayúsculas, donde no cabe la posibilidad de singularización; o bien, se recurre a la falacia de apelar a LA VERDADERA MUJER, también con mayúsculas, pero ahora con muchos adjetivos, tan reguladores como vacíos: LA NORMAL, LA GENUINA, LA ABSOLUTA, LA NATURAL, LA REAL, LA EJEMPLAR, en suma, lo que define LA VERDADERA FEMINIDAD.


2. Es un texto que muestra el por qué oculto en la pregunta de ¿para qué están hechas las mujeres?

El reductor para qué con que se instrumentaliza a las mujeres se razona sobre un por qué. (p.241)

Porque… están hechas de una costilla que nunca es recta sino torcida, porque… tienen cerebros de menor tamaño y calidad, porque… sus cuerpos están mal diseñados (¡demasiados humores y ciclos!), porque... su debilidad es innata, porque…

Los razonadores de la desigualdad no son capaces de reconocer que mienten, y es probable que en muchos casos ni siquiera se den cuenta. Ellos sólo buscan justificar por qué les tocó la mejor parte y hacer lo necesario para que les siga tocando. Por eso utilizan casi los mismos argumentos que aplican a las mujeres, a varones de cualquier grupo social que esté bajo dominio: a veces negros, a veces chinos, a veces indios, o sirvientes o pueblos colonizados. Todos ellos padecen, a juicio de los dominadores, de alguna tara innata que comparten con las mujeres de cualquier raza, pueblo y clase social. (p. 241)

Por eso, me atrevería a tomar prestado el título de un artículo de la guatemalteca Walda Barrios-Klée, citado en el texto que comento, para caracterizar como etnográfico el feminismo presente en La Aritmética del patriarcado. Esta obra es una etnografía del discurso patriarcal porque escarba en sus supuestos y muestra, en primera instancia, la condición y la situación de las víctimas, pero también los profundos atavismos, inseguridades y miedos de los victimarios, que se han alzado en el templo de la superioridad como modelos, a costa de hundir en el subsuelo todo el potencial de las víctimas.

El recorrido por sus doce capítulos no es fácil. La información que dan enoja, nos saca lágrimas, señala a los responsables, hace crónica de nuestros dolores…

3. Es un texto que expone las sumas, restas y (des)proporciones tramadas acerca de la RAZÓN, el CUERPO y el ALMA de las mujeres

Capítulos 1-4. Ahondan en la denigración del intelecto femenino.

Yadira deja oír las voces de filósofos, teólogos y científicos con paciencia de reportera, pero les responde con fuerza de editorialista.

Hablan primero para denigrar la razón femenina Aristóteles, Tomás de Aquino, lo humanistas españoles de los siglos XV y XVI (Fray Martín de Córdoba, Fray Luis de León, Hernando de Talavera, Luis Vives, Huarte de San Juan). Todos coinciden en que a las mujeres les falta seso porque tienen demasiado cuerpo, COMO SI EL SESO NO FUERA TAMBIÉN CUERPO. El seso no puede coexistir con los humores (en los dos sentidos del término “humor”) del cuerpo de las mujeres. Por eso si existiera una mujer inteligente SERÍA UNA ANOMALÍA, UNA ABOMINACIÓN, o una excepción tolerada que por supuesto solo confirmaría la regla.

Hubo quienes nos vieron con ojos de misericordia, Yadira se lamenta en un título “Ay, los benefactores”. Porque entre los siglos XVII y XVIII algunos autores se compadecieron e “intentaron simplificar algunos conocimientos para volverlos accesibles al sexo femenino”:

R. Caudrey (1604) publica su Lista alfabética de palabras con dificultades ortográficas para señoras u otras personas inexpertas

Thomas Blunt (1656) escribe una Glosografía y la dedica “a las mujeres más sabias y a los hombres menos inteligentes y menos cultivados”.

Con razón dice Yadira que: por el hilo de los benefactores se puede sacar el ovillo de la ideología. (p.20)

Se deja hablar también a famosos científicos, quienes a partir del siglo XVIII siguen sumando para restar. El recorrido va desde la fisiognómica (con Caspar Lavater), que sostiene que por el estudio de la apariencia externa, sobre todo del rostro, se pueden conocer el carácter y la personalidad. Lavater estudió 390 rostros de hombres y… 7 de mujeres. Conclusión: por lo mismo que los hombres son más inteligentes son también más bellos.

En el camino nos encontramos con la craneoscopia o frenología (Gall): donde el lenguaje de los huesos confirmaba lo que decían los rostros; con los inicios de estudios neurológicos como los de Paul Broca y Carl Vogt (dedicados a pesar y medir de la masa encefálica):

Como resultado de pesos y medidas, quedó clarísimo que el macho europeo asentaba los pies en la punta misma de la cima de la ceración, arriba de todo bicho viviente. Lo que no parecía tan claro era si entre quienes estaban abajo iban más a ras del piso los machos africanos o las mujeres todas, porque ese lugar no dependía tanto del peso del cerebro como del peso del prejuicio… (p.27)

Seguimos caminando y tropezamos con los inicios de la teoría de Darwin y el replanteamiento que hiciera H. Spencer y los spencerianos del “darwinismo social”, que dan por sentado que había un límite para el desarrollo de las mujeres (de allí nuestro infantilismo perpetuo y nuestra cercanía a la animalidad), que era peligroso distraer la atención de las mujeres de la procreación y que la especie humana pagaría un costo altísimo (incluso el de su supervivencia) si la mujer cultivaba su intelecto.

Una figura arquetípica del prejuicio frenológico, spenceriano y, además, seguidor de Schopenhauer, es el neurólogo alemán Paul Julius Moebius, para quien si se encuentra a una mujer con talento, será un caso de “hermafroditismo psíquico”, las mujeres nacieron para reproducir la especie, los hombres para “metas más elevadas”. Metas más elevadas a las que, según Otto Weininger, no podíamos aspirar las mujeres por falta “de una realidad metafísica” pues estamos irremediablemente más próximas a la naturaleza que los hombres… en otras palabras, somos muy “físicas”

Capítulos 5-9. Versan sobre la denigración del cuerpo femenino (siempre anómalo, siempre enfermo) y la legitimación de su servidumbre.

Leyendo estos capítulos se me hizo evidente el contexto ideológico que en el patriarcado tiene una falacia lógica: la de “petición de principio”. Se supone que si vamos a demostrar una afirmación, los puntos de partida, es decir, las premisas, no deben aparecer en la conclusión, pues son su explicación, su fundamento. Pero no, pues en los discursos legitimadores de la servidumbre y las ataduras del cuerpo femenino, esa prevención lógica se ignora sin pudor académico ni moral. ¿Cómo?

Ilógicamente: pues el discurso patriarcal se atiene a una premisa mayor oculta que reaparece en la conclusión: LA SUPERIORIDAD MASCULINA. De esta se parte y a esta se llega. Así, se cierra un círculo vicioso.

Inmoralmente… pues la fe en esa premisa libra de remordimientos a quienes someten a la mitad de la especie humana, se asume que las mujeres nacimos para servir… y que además, nos gusta hacerlo.

Con la Ilustración y el advenimiento de las democracias el viejo poder se deslegitima, parece que por fin las mujeres somos humanas, pero no, porque en este momento el poder sigue situando a la mujer “al lado del buey”, como propiedad rentable. Es decir, que la libertad, la igualdad y la fraternidad tienen sus excepciones, no fueron bienes universales. Ni siquiera la ficción del contrato social, nos lo recuerda Yadira, incluye a las mujeres como contratantes. Bueno… ni siquiera a todos los hombres.


Capítulos 10-12. Develan el miedo a las mujeres y el disgusto que provoca su palabra y su rebeldía.

Cuando llegamos a estos capítulos ya estamos con un nudo de cólera en la garganta. Describen cómo el mal del cuerpo y del alma se atribuía a las mujeres desde la pubertad, pasando por la menopausia, llegando hasta la vejez y la enfermedad terminal. Las razones legitimadores del patriarca son otra vez sumas que restan o restas que suman: padecemos por exceso de sexo, por falta de sexo, por el sacrificio de la maternidad, por no querer sacrificarse por la maternidad, por humedad y por falta de ella, por falta de calor, por exceso de furor, por tener un útero itinerante, que nos enferma bajando cerca de la entrepierna o subiendo hasta el mismo cogote, pero también nos enferma la ausencia de pene y la envidia que la acompaña. Hasta la rebeldía se hace patológica cuando las mujeres, pese a todos los consejos “por nuestro propio bien”, realizamos actividades atléticas, o nos aficionamos a la lectura, o practicamos el control natal, o exigimos el voto, o hacemos carrera universitaria…

Yadira nos habla del tratamiento social para esas inadaptadas. Para las llamadas histéricas, prostitutas, brujas, vampiras y hasta para las muertas, que no descansan ante la necrofilia de sus devotos amantes.

En la última parte de este recorrido, también hay un lugar para reflexionar sobre mujeres de carne y hueso o de trapo y silicona, hechas al gusto de Pigmalion: autómatas reales o imaginarias, muñecas sexuales inflables o que pueden ser cargadas con pilas voltaicas… para satisfacer a los caballeros que, por supuesto, “las prefieren mudas”… o no tan mudas, porque están equipadas para gemir de placer o balbucear como niñas pequeñas. Se detiene Yadira, casi como contando un cuento gótico, en la forma como se producen estas muñecas en compañías como la Real Doll, cuya publicidad destaca las más deseables cualidades del “producto”: disponibilidad permanente y presencia reconfortante, placentera, durable, libre de estrés, una ayuda efectiva para la satisfacción sexual, con carne elástica que resiste estiramientos más allá de los 300 grados, con partes moldeadas sobre mujeres reales y gran variedad de movimiento en sus articulaciones, anatómicamente correcta, maleable y suave en todos los sitios correctos… Son el sueño de P.E. Lind, un compañero universitario de Kierkegaard, quien en 1834 se refirió al origen celestial de las mujeres, ignorando entonces que el cielo llegaría a ser tecnológico. Las mujeres, como las muñecas de la compañía Real Doll, son soñadas como dóciles, delicadas, bellas, agraciadas… por eso deben ser veneradas y glorificadas. ¿Veneradas y glorificadas? ¿Será cierto? Yadira se apresura a decir. “¡Pues no y no!”, porque ese elevado origen nos aleja a las mujeres de la ciencia y la política, nos impide participar en conferencias y hablar en auditorios, tomar la palabra, escribir… hacer etnografía para desenterrar supuestos. Esas “trivialidades mundanas”, como las llamaría Lind, obviamente degradarían nuestra celeste y divina condición. Por eso señoras, dediquémonos “a las sublimidades de la aguja y de la olla”… eso lo hacemos divinamente.

Y entonces Yadira toma la palabra y nos cuenta por qué escribió este libro:

…porque prefiero con mucho ver degradada mi femenina condición, opacada mi igualmente femenina divinidad, y perdido el botín que no me gusta, a verme privada de la “trivialidad mundana” de escribir y pensar. (p.15)

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