Su mirada era algo así como la que tienen los
gatos bajo la luna llena: el más profundo de los misterios. Alguna vez habrás
oído hablar de ella, ¿No? ¿Estas segura/o?, se llamaba Assia, Assia Wewill, mujer
por la que Sylvia Plath, una de las poetas más importantes del mundo literario
femenino, y esposa del poeta laureado Ted Hughes, tomará la fatal decisión del
suicidio por el abandono de Hughes por Assia, una mujer que como el continente
chino, era desconocida a casi todo el mundo. Una mujer que enamoró por igual a
hombres y mujeres. Licenciada en Literatura por la Universidad de Vancouver.
Divorciada en tres ocasiones. Madre soltera que desafió sin quiebra las
convenciones de una sociedad prefeminista y censuradora. Épica y esquiva, sin
miedo a los extremos pero frágil a la vez.
Sin embargo, y
aunque parezca difícil de creer, tan vivió siempre bajo la sombra de la Plath
que hasta puso fin a su vida de la misma manera, solo que con visos más trágicos:
incluyó a Shura, la hija de ambos, nacida pocos meses después de la muerte de
Plath…
Era una poeta más
bien terrestre, con mucho que decir y casi ninguna otra forma de hacerlo que no
fuera la pausada sombra de su obsesión por morir:
¿De quién es esta
tierra pétrea y lluviosa?
De la Muerte.
¿De quién es todo
el espacio?
De la Muerte.
¿Quién es más
fuerte que la esperanza?
La Muerte.
¿Quién es más
fuerte que la voluntad?
La Muerte.
¿Más fuerte que el
amor?
La Muerte.
Assia Esther
Gutmann, era la hija mayor de Lonya Gutmann, un fisioterapeuta ruso y ateo
—pero de padres judíos—, nacido en Riga, y un cuentista nato que mezclaba la
realidad con la ficción a su antojo hasta llegar a decir que había sido médico
del Ballet Bolshói; y de Elisabetha, Lisa, Gaedeke, enfermera alemana y
luterana, alta, majestuosa y despampanante, que atendía a los convalecientes en
un balneario en Riga; que siempre vivió en un mundo de fantasia que inicia con la
prohibición de los padres de Lonya a que se casara con una mujer de clase inferior
y no judía. Ella nació en Charlottenburg, Berlín el 15 de mayo de 1927, hasta
que nazis uniformados comenzaron a hacer guardia en la entrada de comercios,
bufetes de abogados y consultorios médicos judíos para prohibirles trabajar por
orden Adolf Hitler, quién pensaba que esa era una me
dida necesaria para salvar
a los alemanes de la plaga judía. Cuando Lonya, fue despedido de su trabajo
junto con otros 3.500 médicos más, poco después del cumpleaños de Assia, formaron
parte de la primera oleada de judíos que abandonaron Alemania (25.000 en tan
solo tres meses), que se refugiaron en Pisa pocas horas, a veces decía que
días, antes del inicio del holocausto. Hija de su padre, los amiguitos de Assia
escuchaban azorados que se subieron a escondidas en el compartimento de
equipaje del tren y que viajaron allí durante horas atravesando Suiza mientras
oían los pasos de los guardias nazis.
Tras barajar varias posibilidades, el padre pensó que el mejor lugar
para poder volver a ejercer la medicina ortopédica era Palestina, en concreto a
Tel Aviv, la única ciudad donde todos los habitantes eran judíos, y no supuso
problema vivir con una esposa no judía, y asentarse en una metrópoli que no tenía
las mismas condiciones de la Alemania a la que estaba acostumbrado. Assia tenía
siete años cuando llegaron a Palestina y comenzó a estudiar su cuarta lengua: hablaba
alemán con su madre, ruso con su padre, aprendió italiano en el tiempo que
pasaron en Pisa y ahora comenzaba sus estudios de hebreo.
Con el dinero que
se habían llevado desde Alemania, pudieron alquilar un piso de tres
habitaciones en la primera planta del número 9 de la calle Balfour, porque
sobre todo el doctor, quien no consiguió trabajo porque había más de 1.282
médicos judío en Tel Aviv, por lo que no había suficientes pacientes para uno
especializado en ortopedia, quería que todo siguiera igual, quería mantener su
nivel de vida burguesa y eso resultaba casi imposible: la casa más pequeña y
abarrotada de muebles con los que crearon una fortaleza con sus manteles de
damasco, preparaban tres comidas al día que servían con la cubertería de plata.
Estaba completamente prohibido alzar la voz, por lo que Assia y Celia, la
hermana menor, tocaban un cencerro tirolés cuando requerían la atención de su
madre, mientras Vati, como lo llamaban sus hijas, se refugió en sus raíces
rusas leyendo a Chéjov y Pushkin… Era un
hombre egoísta y débil, y prefería que le mantuviera una mujer a trabajar, gustaba
la vida fácil, y malgastaba el tiempo jugando al ajedrez con y entre pacientes;
entretener a las visitas y en las noches de verano jugar gin rummy en el balcón…resalta
Celia. Por su lado, Lisa, la madre, quería que sus hijas recibieran clases de
euritmia para mejorar su postura y, a pesar de las dificultades económicas, las
vestía con trajes estampados y cuellos de encaje para que parecieran las hijas
de un médico acaudalado.
Su vida al igual que la de Plath fue controlada por una madre en todo sentido dominante, quería lo mejor para ellas y las matriculó en la escuela Tabeetha de Jaffa, situada en un barrio árabe, dirigida por una organización cristiana, a la que solo las familias árabes y ricas podían permitirse llevar a sus hijas, pues se esperaba que en el futuro fueran capaces de llevar una vida elegante y ejercer el papel de perfecta anfitriona, pero la familia Gutmann hizo todos los esfuerzos posibles para que su hija mayor ingresara en ella, porque era fiel era fiel al Imperio Británico y se estudiaba en inglés, incluso en matemáticas, los ejercicios eran en libras y chelines. Assia, que solo había estudiado tres años de inglés, dominó en seguida el idioma y en los años posteriores impresionó a todos con un impecable acento que no delataba sus exóticos orígenes…no la mal entiendan era buena persona pero no sabía ser madre. Intentó hacer de nosotras mejores personas, pero a veces perdía por completo el control y desahogaba toda su frustración en nosotras. Entonces nos ataba a Assia y a mí a la ventana por horas por cualquier insignificancia, o le daba una pataleta y si Vati no se movía lo suficientemente rápido para detenerla, salía corriendo por la ciudad en pleno toque de queda: la última vez la tiraron dentro de una celda y se la devolvieron con la advertencia de que ahí volvería porque las balas no eran para desperdiciarse, Assia tenía ataques de rabia parecidos a los de mi madre, solo que se tiraba al suelo gritando y pataleando hasta ponerse morada. Solo se tranquilizaba cuando Vati le ponía inyecciones de tranquilizantes; por lo que no me sorprendió su fin con Hughes...
Un día antes de
llegar a puerto, Assia se declaró a David. Con él a su lado, Assia tenía por
fin lo que había soñado: un poeta con el que leer, escribir, dibujar y cultivar
sus pasiones. Fue así como ella comenzó a florecer como artista. Todo lo hacían
juntos. Escribían poemas, compartían libros —Dostoievski, Tolstói, y su amado Lorca—
y cada uno subrayaba sus pasajes favoritos. Se leían mutuamente en voz alta y
Assia, que tenía gran facilidad para los idiomas, inició a David en la lectura
de los poetas rusos: Pushkin, Ajmátova, Pasternak y Rilke.
Se separó de
Richard en 1959, y a la mañana siguiente ella cogió un barco para marcharse a
Birmania con David que vivía allí por trabajo. Una vez en Birmania, Assia
dedicaba la mayor parte de su tiempo a leer, dibujar y hacer fiestas en el jardín
lo más suntuosas posible. En esas fiestas, los hombres siempre se situaban en
torno a Assia como abejas zumbando alrededor de un panal. El 16 de mayo de
1960, al día siguiente de su treinta y tres cumpleaños, Assia se casó con David
en la ciudad de Ragoon. Poco después partieron para Londres donde Assia supo
que estaba embarazada de nuevo. Esa vez la noticia le hizo ilusión e informó a
toda la familia. Pero en septiembre de ese mismo año, Assia tuvo un aborto
espontáneo y perdió al bebé.
La pareja decidió
quedarse a vivir en Londres. David trabajó de mozo en el departamento de
muebles de Harrods mientras escribía poemas y mejoraba su japonés, a Assia le
resultó fácil abrirse camino en el mundo de la publicidad en la agencia
Coldman, Prentice y Varley, que tenía un largo historial de encargos para el
Ministerio de Guerra. Eran una gloriosa pareja poética que por un tiempo
rivalizó con la de Ted Hughes y Sylvia Plath. Cuando una de las dos entraba en
una habitación, las cabezas se volvían y una especie de estela luminosa los
seguía. Juntos eran como los personajes de Scott Fitzgerald, el estilo de los
sesenta, su inocencia quedaba enmascarada por la sofisticación y su devoción
mutua se daba por sentado…
Cinco semanas
después de aquello, Ted viajó a Londres y tuvo la ocasión de ver por primera
vez a Assia a solas. El martes 26 de junio de 1962 Ted le dejó una nota en la
recepción de la agencia de publicidad donde trabajaba Assia que decía algo así:
«He venido a verte, pese a todos los matrimonios». Ahí empezó el amor ilícito.
El 9 de julio, después de una tarde de compras con su madre, Sylvia llegó a
casa justo cuando el teléfono estaba sonando y lo cogió. No sabemos qué dijo la
voz al otro lado, pero Sylvia y Ted se encerraron en su habitación con un
portazo mientras Aurelia, su madre, cuidaba de sus nietos. Ted abandonó el
hogar esa misma tarde y Sylvia hizo una hoguera en el jardín donde quemó
manuscritos y cartas de su marido. Cuando
David se enteró del romance, tiró a la basura el manuscrito de un nuevo libro de
poemas que aún no había publicado, se tragó veinte o treinta somníferos Seconal
y empuñando un cuchillo birmano, se quedó dormido en el sofá. Assia extrajo su
culpa diciendo Ted la había violado aquella misma tarde, y continuo con el
romance, en el que hicieron hasta un viaje a España —donde Sylvia y Ted habían
pasado su luna de miel— ese mismo verano. El viaje fue justo lo que
necesitaban: un oasis donde disfrutar del amor que en Londres debían ocultar a
todos sus amigos. Pero cuando volvieron a la ciudad, Assia siguió con David y
no tenían intención de casarse ni de establecer su relación. Ted volvió a Devon
con Sylvia donde le confesó a su todavía mujer que tenía una vida amorosa
secreta en Londres y que era aburrida y asfixiante, pero no la quería. El 11 de octubre, Sylvia llevó a Ted a la estación y comenzaron los trámites de
divorcio.
En los meses que
siguieron hasta el suicidio de Plath, el 11 de febrero de 1963, ella fue a la
casa de Ted a pedirle varias veces que pasaran el verano juntos con los niños,
y en una de las visitas, encontró un ejemplar de las Tragedias de
Shakespeare que ella había quemado. Lo abrió y vio la dedicatoria de Assia.
Aquello fue un golpe mortal para ella, como una bala que alcanza a un animal
que corre, supo que Assia ya estaba embarazada de Ted.
Cuando Sylvia se
quitó la vida, nadie pudo localizar a Ted para darle la noticia. Solo Assia
supo encontrarlo para decirle al oído: Ha ocurrido algo terrible. Sylvia se ha matado…
Hughes volvió a casa de Sylvia para cuidar Frieda y Nicholas, y de la mano
Assia sonriendo maléficamente le dijo a Aurelia, la madre de Plath, Ahora estoy
inmersa en la monumentalidad de los Hughes, la de ella, y la de él, ¿Qué te parece?
Instalada en la cama aún caliente de Sylvia, riendo a mandíbula
batiente, leyó el manuscrito Ariel que la poeta había
dejado terminado, sabiendo perfectamente bien que era la musa malvada de la
historia. Los hijos y la madre de Plath nada pudieron hacer cuando arrojó a la chimenea la segunda novela de
Plath de la que nunca más se volvió a saber más que trataba sobre un
matrimonio que intenta sobrevivir a una infidelidad del marido, porque ella
misma les dijo que como no confiaba en que Ted lo destruyera, ella lo hizo.
Lo mismo hizo con el último cuaderno de los diarios de Sylvia según dijo, porque no quería que sus hijos lo leyeran algún día...
Lo mismo hizo con el último cuaderno de los diarios de Sylvia según dijo, porque no quería que sus hijos lo leyeran algún día...
Aunque Ted culpó a
los antidepresivos que el médico le recetó a Sylvia y al supuesto yo asesino que ella tenía en su
interior, sus amigos sabían que algo habían tenido que ver Ted y Assia y
querían que ella, la otra mujer, sintiera remordimientos por su papel en toda
la historia. Ted la sacó del apartamento de la Plath, pero al verse confrontada
fue Assia quien acusó a Sylvia de haberse matado para destruir su felicidad y
se quejó de que fue mala suerte que el idilio se viera mancillado por ese
desafortunado incidente. A empujones, Ted la sacó de ahí y ella volvió a casa de
David que estaba temporalmente en Canadá cuidando de su madre enferma. Después de
eso, Ted decidió no vivir con ella en el piso de Sylvia y viajaba con frecuencia
a España para impartir cursos. Celia, su hermana pequeña, recuerda que Assia
temía envejecer y perder la belleza, quería ser siempre joven como su amado
Lorca, cuenta que una vez le escribió en una carta que «me mataré a los
cuarenta y dos años. Todos se tomaban a la ligera las amenazas de Assia, lo
justificaban por su frivolidad. Transcurrieron los meses y Ted seguía sin
hacerle a Assia y a su hija un hueco en su vida. En una de sus cartas le dijo: Cuánto deseo que vivamos juntos los cinco,
que seamos una vez más una familia, en lugar de llevar cada uno nuestra casa de
locos. Estas largas ausencias resultan muy peligrosas; me demuestran que podría
vivir sin ti, pero que en cuanto vuelvo a ponerme en contacto contigo la
absoluta independencia parece inútil. ¿Está dentro de la naturaleza de las
mujeres o sólo de la mía?...
Le daba la impresión de que el tiempo le iba en contra, que se estaba haciendo mayor y ésa era su última oportunidad. Para una mujer tan despampanante como ella resultaba humillante tener que recurrir a una agencia, lo que permite medir el grado de su desesperación…
Antes de
suicidarse, Assia dejó escrita una carta para Ted, que desapareció misteriosamente,
y otra para su padre, «Mi querido Vatinka»:
Sylvia está
creciendo en él, enorme y espléndida. Yo me encojo cada día, mordisqueada por
ambos. Me comen.
Créeme, mi
queridísimo Vatinka, mi amigo, mi compañero en el exilio y la catástrofe, que
lo que he hecho era necesario: no habrías querido otros treinta años de
infierno para mí, ¿verdad?
La vida era muy
emocionante al principio, pero esta muerte en vida era un precio demasiado alto
para pagar por ello.
Gracias por toda
tu amabilidad a lo largo de toda mi vida. Te he querido mucho, mi queridísimo
padre, y no quiero que llores por mí. Créeme, he hecho lo que debía.
Por favor, no
llores por mí, mi querido Vatinka, vivir era infinitamente peor…,
infinitamente. He vivido una vida plena y bastante larga. Es necesario saber
cuándo no hay más vida que vivir.
Quizá haya otro
mundo, si lo hay nos encontraremos en él. Mutti, tú y yo. Fuisteis unos padres
excelentes y los dos hicisteis todo lo que pudisteis por mí. Por favor, no
creas que estoy loca o que he hecho esto en un momento de locura. Es una simple
cuestión de contabilidad. Y no puedo dejar atrás a la pequeña Shura. Es
demasiado mayor para que la adopten.
Adiós, Lonya.
Padre. Mi pasado protector. Te echo mucho de menos. Adiós, queridísimo.
Como en el cierre de una
novela, el 23 de marzo de 1969, colgó por enésima vez el teléfono a Ted Hughes,
su pareja, después de tener una discusión en la que ella insistió en romper
definitivamente. Llevaban seis años hablando de vivir juntos. Discutieron, una
vez más. Le amenazó con hacer las maletas y marcharse con su hija Shura. No me
vuelvas a
llamar, le dijo él y sin esperar respuesta, colgó. Al colgar, Assia dio el día libre a la niñera. Arrastró un colchón hasta la cocina, puso sábanas limpias. Se preparó un whisky. Luego otro, con algunos somníferos, así seis o siete veces. Fue a buscar a Shura a su dormitorio. La cogió en brazos y la trasladó a la improvisada cama. Apagó la luz y antes de tumbarse junto a la niña abrió la llave del gas del horno marca Horas después, cuando hallaron los cadáveres, tenía la mano desfallecida en el pecho de su hija. Era un día frío en Londres, hacía apenas cuatro de temperatura, y el sol no asomaba por ninguna parte. Cuando colgó, Assia actuó con diligencia. Se aseguró de que la ventana de la cocina estuviera bien cerrada, fue al dormitorio a buscar unas sábanas y almohadas que colocó en el suelo de la cocina junto al horno de gas, se preparó siete copas de whisky que acompañó con varios somníferos cada una y cogió en brazos a su hija para tumbarla sobre la improvisada cama, junto a ella. Cerró con firmeza la puerta de la cocina, abrió la llave de gas y la puerta del horno y se tumbó junto a la niña. Así acabó todo, exactamente a los cuarenta y dos años que siempre dijo serian su fin...
Para La Colección de espejos:
Dlia McDonald Woolery
Información y fotos tomados de internet
llamar, le dijo él y sin esperar respuesta, colgó. Al colgar, Assia dio el día libre a la niñera. Arrastró un colchón hasta la cocina, puso sábanas limpias. Se preparó un whisky. Luego otro, con algunos somníferos, así seis o siete veces. Fue a buscar a Shura a su dormitorio. La cogió en brazos y la trasladó a la improvisada cama. Apagó la luz y antes de tumbarse junto a la niña abrió la llave del gas del horno marca Horas después, cuando hallaron los cadáveres, tenía la mano desfallecida en el pecho de su hija. Era un día frío en Londres, hacía apenas cuatro de temperatura, y el sol no asomaba por ninguna parte. Cuando colgó, Assia actuó con diligencia. Se aseguró de que la ventana de la cocina estuviera bien cerrada, fue al dormitorio a buscar unas sábanas y almohadas que colocó en el suelo de la cocina junto al horno de gas, se preparó siete copas de whisky que acompañó con varios somníferos cada una y cogió en brazos a su hija para tumbarla sobre la improvisada cama, junto a ella. Cerró con firmeza la puerta de la cocina, abrió la llave de gas y la puerta del horno y se tumbó junto a la niña. Así acabó todo, exactamente a los cuarenta y dos años que siempre dijo serian su fin...
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