Virginia Zúñiga Tristán
In memoriam...
Francisco, Paco, Hernández...
No me consta, pero por un amigo mío cuya madre, fue compañera
de Virginia Zúñiga Tristán, pudimos calcular que ella nació por allí del año de
1916, un 31 de agosto. Virginia vivió toda su vida en la calle tercera, la del
Colegio Superior de Señoritas y del Teatro Nacional, entre las avenidas 16 y
18, en el Barrio de “El Laberinto”, el mismo a que hace alusión Magón en su
cuento corto “Un almuerzo campestre”. Barrio viejo y asmático, de grandes casas
de finales del siglo XIX y principios del XX; de calicanto algunas, de ladrillo
otras y de madera todas las demás. Eran edificios señoriales de cielorrasos de
hasta ocho y más metros de altura con amplios tragaluces, que en los días de
verano reflejaban el sol en los pisos de brillantes de anchas tablas de madera
rosada de surá, que cuando yo era niño y estaba enfermo en cama, me distraía
mirando las figuras que dibujaban esas nubes en el piso. Estas edificaciones se
sostenían unas a otras, hombro a hombro y acogían en su seno a tantas familias,
algunas de personajes muy ilustres: don Moisés Vincenzi de gratísima memoria,
Monseñor Valenciano, Adelita Acuña Braun, de tan caro recuerdo para mí, hermana
de Ángela la primera abogada de Costa Rica, Ulises Ugalde, el primero que hizo
mapas en relieve de Costa Rica, muy famoso en los años sesenta y setenta así
como otros muchos cuyos nombres ya no recuerdo, pero sí muy bien sus caras.
Era la vieja y buena sección sur de la ciudad, que creció a
partir del siglo XVIII a ambos lados de la Acequia de Las Arias; pero luego, un
día todas las casas decidieron pararse, una tras otra sobre el pequeño río;
éste terminó corriendo oscuro y libre dentro de una espectacular construcción
subterránea del año veintisiete. En ese barrio, vivía Virginia Zúñiga, allí
también vivía yo, pero a la vuelta de su cuadra, sobre la avenida 18, entre las
calles 5 y 7, casa 536. Fue donde la conocí, cuando tan solo contaba yo con
seis años e iba a la Escolanía de la Iglesia de La Dolorosa todos los días y a
misa el domingo. Un año después, diariamente, a la escuela Juan Rudín, a una
cuadra al sur de lo que era la bellísima Capilla del Sagrario, destruida tiempo
atrás para construir lo que es hoy el feo edificio del Banco Popular. Virginia,
según recuerdo claramente, estaba siempre en su casa, metida dentro de una bata
larga de seda rosada, con su cabeza llena de unos rulitos que se hacían con la
cinta que sobraba al abrir las latas de leche en polvo, cintas que se cortaban
cuidadosamente en pedacitos y, arrolladas en papel para el pan, servían para
rizar el cabello de las damas de entonces. Así la ví por primera vez, lo que no
me imaginaba era que yo me convertiría en un hijo suyo: ¾¡Machillo herrumbrao, pecoso! ¿Para
dónde vas condenao?... me decía siempre, cosa que evidentemente no me hacía nada de gracia,
sobre todo eso de herrumbrao, que mi mamá luego me explicó era por el color
rojizo de mi pelo y todas mis pecas. Estuve tentado a decirle algunas de las
palabras que los dominicos de La Dolorosa me habían enseñado y que debían de
ser muy efectivas pues ya mi papá me había dado varias palizas por ello. Sólo
me contuve de hablarle en buen castellano ante la amenaza de ambos, mamá y
papá, que me advertían muy serios: ¾Si le decís algo a esa muchacha y ella nos da las quejas, te matamos a
palos...
Todas esas cosas que Virginia decía me hacían detestarla;
caminaba entonces por la acera del frente, pero ella siempre me llamaba, me
gritaba bien fuerte, lo que me obligó a pasar por su acera y ser insultado
cotidianamente, al menos sin que el resto del barrio se enterara. Eso pasó por
mucho rato, mamá me decía que no le hiciera caso, que en algún momento ella se
cansaría. Eso no fue así, yo, por mi parte aparentaba que no me importaba, pero
la señora esa no cedía y no cedió nunca. Todos esos insultos me trajeron
problemas en la escuela y en la casa después: Pablito, un compañerillo de la
Escuela, que vivía justo al frente de Virginia, la oyó un día de tantos y llegó
con el cuento a la clase. Algunos compañeros me comenzaron a decir polaquillo herrumbrao. Nadie me llamaba
por mi verdadero nombre, que es tan bonito: de esa manera en la casa, para la
familia y los amigos del barrio era y soy Popo; para los frailes Paco y
Polaquillo para mis compañeros de la Escuela. Al final, cansado ya de enojarme,
había optado por aceptar tanto mote; pero ya eso de polaquillo herrumbrao
resultó demasiado. Decidí entonces arreglar ese problema pronto y lo hice muy,
muy rápido, pero volví a casa con un tirón de orejas de la maestra, un recado
en la libreta de mensajes y luego una fajeada de mi papá.
Por otra parte, a casa llegaba a menudo un pariente llamado
Rodrigo, a quien yo había bautizado como “Primo” porque nos decía “primos” a
papá, a mamá y a mí me llamaba “Primo Pecas”. Siempre que se iba, Mamá
comentaba que se le parecía mucho en la cara a Federico García Lorca. Entonces
los ojos grises de mamá brillaban, y con una sonrisa toda pícara decía: ¾¡Allí va el tío de Antoñito el camborio!... ¾¡Cuidado mujer, callate! Si te oye
Rodrigo, se puede resentir!, le advertía Papá.
Yo, personalmente no quería para nada a Rodrigo, porque
cuando me descuidaba me alzaba y me decía: ¾¿Primo Pecas, alguna vez has visto las campanas de La Soledad?... ¡Por supuesto!
replicaba yo…¾¡Pues mirá así se mueven! me volteaba y balanceaba, lo que hacía que me
mareara horriblemente y se me salieran de los bolsillos las canicas, los
tornillos, las piedrillas, las conchas y todo lo que guardaba en ellas. Todavía hoy en los domingos de
fiesta, cuando el viento sopla en dirección a mi casa, no así ya la del viejo
barrio, siempre escucho las cuatro campanas y me acuerdo inevitablemente de
“Primo”, del olor de su colonia un tanto dulce, de su cuento sobre las campanas
con sus volteos y, que en paz descanse.
Un día soleado y
brillante, sentados a la mesa, Primo, papá, mamá y yo, almorzábamos todos
juntos. Yo, por supuesto, hacía un gran esfuerzo para no poner los codos en la
mesa y de no hacer ruido al comer: el protocolo era siempre muy estricto, y si
lo quebraba, me quebraban a fajazos, cuando pasó por ahí la doctorcita. Mamá
entonces le comentó lo que me decía Virginia, además que le hacía ojitos a
papá: ¾¡Ah, esa muchacha atarantada! ¡Tan
bonita, tan inteligente!
Fue así, de boca de Primo, cuyo verdadero nombre era Rodrigo
Facio Brenes, que oí hablar, por primera vez, de Virginia Zúñiga con suma
hidalguía y caballerosidad. Y cosa rara, él también le decía muchacha asunto que en ese entonces yo
no comprendía bien del todo.
Por lo que dijo Primo en esa conversación cambié un poco mi
antipatía hacia ella, pues antes yo la creía medio loca. Además, Papá, cuando
pasaba conmigo de la mano frente a su casa, le prodigaba siempre sus más
seductoras y hermosas sonrisas. Yo sabía que a papá le gustaba Virginia, pero
nunca le habló o dijo nada, al menos en presencia mía, tal vez por temor a que
se lo contara a mamá…¾¡Paquito!, ¡qué guapo era su papá, tan alto, tan elegante y bien vestido!
¡Yo me moría por él!...¾¡Doctorcita, papá era terrible, no sabe de las que se libró!... Con una
sonrisa toda pícara, entre dientes me dijo: ¾¡A la larga él fue quien se libró de mí, pero no se lo cuente a su mamá,
pues me da mucha vergüenza!
Yo no le conté nada a mamá, claro está. De todas maneras ella
sabía todo, y le hacía mucha gracia el cuento y me decía: ¾Si hubiera sabido eso entonces, se lo
hubiera regalado, envuelto en papel celofán rojo y con un gran lazo, a ver
cuánto tiempo se lo aguantaba, y sonreía mucho.
Estas anécdotas y otras tantas más sobre la vida de Virginia
Zúñiga, realmente no pueden expresar más que una ínfima cosa de su persona,
pues era mucha mujer, muy rica en vivencias e historias. Tenía facetas poco
conocidas en este medio universitario: era increíblemente simpática, contaba
chistes, cantaba y bailaba. A veces, al igual que yo, decía malas palabras
también y ponía unos apodos geniales. Sus dotes histriónicas le permitían
imitar a las personas muy bien. Se reía mucho como la niña que siempre fue. Yo
entendía que me debía tener mucha confianza, porque ese tipo de cosas no se las
dejaba ver o conocer a nadie. Por otro lado, en su momento y cuando era
necesario se convertía en mujer de armas tomar. Siempre fue muy activa e
interesada en la política, en especial durante la contienda del 48, período del
cual se cuentan múltiples anécdotas. Por eso era liberacionista de muerte y
figuerista también.
Por eso hoy no puedo hablar aquí sólo de la mujer académica
que muchos conocieron, seria y elizabetana bastante gritona que fue, sino de la
persona humana, de la que conocí desde muy niño y que me molestaba tanto.
Ya adolescente, un día en que yo estaba, cerca de la casa de
Virginia, en animada conversación con varias muchachas del Colegio Superior de
Señoritas, una de las cuales, Zeidy, era mi novia, pelirroja de ojos verdes,
con dos grandes trenzas, algo así como una versión joven de Deborah Kerr, la
famosa artista del cine, según recuerdo muy claramente. De pronto apareció
Virginia y para llamar la atención, me habló en voz alta y fuerte: ¾¡Machillo, herrumbrao pecoso!
¡Condenao! ¿Qué te pasó hombree? ¿Dónde te metiste vos? ¡Hace ya rato que no te
veo ni pasás por el frente de mi casa! ¿Dónde te escondiste, bandido?
Como ya no asistía a la Escuela Juan Rudín sino al Liceo de
Costa Rica, adolescente además, podía transitar por la calle que yo quisiera y
no la más segura y por la que me obligaban a transitar mis padres camino a la
escuela o a la iglesia, ya no pasaba por ahí.
De momento me quedé silencioso, sin atinar a decir nada, entonces
Virginia me espetó de nuevo: ¾¡Mirá! ¿Qué es eso? ¡Ya no sos ni herrumbrado ni tenés pecas! ¿Qué te
pasó condenao? ¿Y esa machilla herrumbrada tan bonita?¡ Qué buena yunta hace
con vos, bandidoote!
Mi cara se encendió como un semáforo en rojo de la vergüenza
ante semejante observación. Zeidy más inteligente y calmada permaneció en
silencio, sólo me tomó de la mano y mostró su espectacular sonrisa y sus ojos
verdes le brillaron intensamente; entonces yo, lleno de rabia, en medio de
todo, sólo atiné a contestarle: ¾¡Fue el cloro del agua de la pila del Liceo que me desherrumbró,
muchacha!... Tanto
mi respuesta como la actitud calmada de Zeidy aparentemente molestaron a
Virginia que habló fuertemente: ¾¡Malcriado, mulo condenao! ¡No me digás muchacha. Yo soy la Doctora
Zúñiga, la Niña Virginia…!
Entonces todos nos reímos mucho, mucho. Por largos meses, eso
de mulo condenao, nos hizo mucha
gracia a todos y cuando Zeidy se enojaba conmigo me decía: ¾¡Condenao, mulo herrumbrao!... Eso me hacía reír mucho y también a
ella. La Doctora permaneció un buen rato total silencio, como pensando, pero
era evidente que le costaba demasiado darse por vencida. Entonces habló de
nuevo, pero esta vez usó un tono irónico, artimañas de vieja: ¾¡Ah bandido! ¡Con que tenés novia,
condenao! ¡Pero no le veo ningún “dedillo amarrao”a la machilla esa! ¿No me
digás que no le has regalao ni un anillillo de oropel? ¡Pinche más grande...! Yo sudaba y quería que me la tierra se abriera
y me tragara, de la vergüenza que me estaba haciendo pasar Virginia, pero
Zeidy, sonriendo mucho salvó la situación: cogió con sus dedos una bellísima
medalla de la Virgen de los Ángeles que colgaba de un grueso cordón de oro, y
la movió de un lado a otro de la cadena, sin decir palabra alguna.
Virginia titubeó tan sólo un instante: ¾¡Ay bandido más botao!
Así me gusta machillo, hay que ser mano suelta y con buen gusto, porque no hay
nada más feo un novio puño cerrado con las mujeres! Dio media vuelta y con rápidos
pasitos cortos se dirigió hacia su casa, tan sólo a media cuadra. Justo antes
de entrar me volvió a ver con ojos de chiquilla traviesa, y con una sonrisa
pícara por haber hecho su buena gran travesura del día. Así era la mujer. . .Yo
me sentía aún peor, ya que me puso en evidencia delante de todos: el cordón de
oro y la medalla eran de la mamá de Zeidy, la suegra. ¡Jamás se me ha olvidado
ese momento!
De allí en adelante ya no volví a ver a Virginia por mucho
tiempo, hasta mi época de la universidad. ¾¿Qué le pasó a Virginia Zúñiga que la hizo tan diferente de las otras
mujeres de su época?...¾Si lo analizamos desde la perspectiva
de la Gilbert y Gubbard, diríamos que optó por amarrar la loca en el desván y
salir a hacer de las suyas, aunque algunos de sus detractores han dicho en
ocasiones, que la loca se le escapaba con mucha frecuencia, pero eso fue
siempre una aseveración falsa y totalmente miope, amén de mezquina.
Graduada del Colegio Superior de Señoritas, aprendió
mecanografía y contabilidad en el Liceo de Costa Rica, cuando éste fue abierto
para las mujeres a partir del año 24 hasta el 31. Aprendió bien pues siempre
fue una mecanógrafa muy veloz. Estudió en la Escuela Normal de Heredia y es de
allí de donde proviene eso de la Niña Virginia: se sentía orgullosa de ser
precisamente una maestra. Ahora, de acuerdo con los lineamientos de la época
ser maestra de escuela o profesora de colegio, era a lo más que podía aspirar
una mujer de su generación. Virginia, sin embargo, fue aún más allá y ese
definitivamente fue su pecado.
Estudió cosas importantes: en Estados Unidos hizo cursos de
inglés, del que llegó a tener un dominio excepcional, no así su fuerte acento.
Obtuvo una maestría en música en la Universidad de Kentucky y posteriormente un
Doctorado en Letras, en la Universidad de Tulane, con énfasis en literatura
inglesa y lenguas germánicas. Hizo cursos en lenguas extranjeras y se
comunicaba con fluidez en francés, portugués brasileño, alemán e italiano.
Estudió en París y otras partes. Viajó profusamente por todo el mundo también,
sus anécdotas en el gran Bazar de Estambul y en la Catedral de Colonia, son
memorables. Todas estos logros suyos y en tan pocos años, en un momento
determinado del devenir propio de la sociedad costarricense, donde las mujeres
estaban en franca y abrupta inferioridad con respecto al hombre, puso a
Virginia en un nivel superior a muchos hombres de su época y de todas las
mujeres, en especial de las del barrio. Hoy resulta risible lo que esas damas
del vecindario comentaban, algo así como: que Ángela Acuña Brown, no debía
servir, porque: ¾¡Dónde se
ha visto eso de una mujer abogado. Eso es para hombres!.. La misma suerte
corrió la Doctora Cameron, de la Clínica Bíblica: ¾¿A quién se le ocurre una mujer médico? Esa
gringa no debe de servir para nada, eso es una profesión para hombres. ¡Yo ni
loca me dejaría tocar o examinar por una mujer!... Ese fue el mismo pecado
de Virginia: haber estudiado tanto y fuera del país, ser una Doctora y lo más
grave, no ir a trabajar a un hospital. . . Virginia en el mundo de su vida
privada era demasiado pulcra, lectora consumada, amante ferviente de
Shakespeare, de Víctor Hugo, dama fina que gustaba mucho de las buenas joyas,
tenía muchas. Su perfume era Shalimar de Guerlain, la fragancia clásica de las
tigresas, sobre todo las artistas del cine de exquisita talla como Vivien
Leigh, su alter ego. Le encantaban además las porcelanas finas, tenía una
colección de todas partes del mundo traída por ella misma; amaba los muebles de
corte antiguo, por supuesto la gran música, la que entendía y conocía muy bien
por sus estudios y su propia sensibilidad. Muchas veces coincidimos en la
tienda de Coronado y Compañía, en la Avenida Central, en el corazón de San
José, donde nuestra común amiga, la bella y exquisita Eufemia, encargada de la
sección de los discos, nos avisaba cuando tenían nuevas remesas de música
clásica, procedentes de Alemania y Estados Unidos. Nos decía Eufemia:-“Apúrense
pues mañana viene el doctor Antonio Rodríguez Ortiz”. Eso significaba que don
Antonio se llevaba la mayor y mejor parte de los discos. Durante un tiempo, yo,
por compromiso y con gran disgusto le prestaba mis discos a Virginia, siempre
fui muy egoísta con eso de prestar mis discos, así los protegía de las malas agujas
de otros tocadiscos. Hoy todavía están en perfecto estado y puedo disfrutarlos.
En relación con Virginia, un día opté por no prestárselos más, pues luego no me
los quería devolver, y con una amplia y cínica sonrisa sólo se ofrecía a
prestarme mis propias grabaciones. Ella tenía mucho dinero, yo era tan solo un
muchachillo pobre, lo sigo siendo todavía, supongo. Entonces le buscaba mil
excusas y le decía que los tenía mi hermano en su casa, o algún amigo de los
que se reunían a escuchar música conmigo…¾¡Mentiroso vos, Alejandro en puño! ¿Por qué
no me querés prestar ya tus discos?... ¾Yo te los cuido mucho, y en mis manos están
más seguros y cuidados que si los tenés vos y si se los prestás a ese montón de
manganzones y manganzonas que te rodean siempre...
Yo me mantenía en total silencio
y no entendía nada de nada. . . Al final se dio por vencida.
Por otra parte, ya en su vida personal la
Doctora era sumamente versátil: sabía además cocinar exquisitamente, cosía y
bordaba con la pericia de las monjas de clausura. Ella misma bordó los
gobelinos con que mandó tapizar sus sillones Luis XV. En una ocasión hasta hizo
dos banderas, una de la República y otra de la Universidad, pues Lenguas
Modernas no tenía los pendones para unas fiestas académicas. Asimismo, se sabía
heredera de una tradición familiar rica, su tío abuelo, decía ella, fue el
maestro de obras que construyó el Teatro Nacional, a donde ella siempre iba
desde niña junto a su tía Anita. Se sentía muy orgullosa, además, de que su
abuela, doña Práxedes Fernández, había osado retar a todos los liberales de
finales del siglo XIX, cuando ya se había expulsado de Costa Rica, desde el
Obispo Thiel, hasta el último jesuita, fraile o monja. Ella, doña Práxedes,
trajo un fraile dominico, también expulsado de Guatemala por idénticas razones,
para que se encargara de la capillita que ella había decidido arreglar: La
Dolorosa, que estaba frente a su casa. Nadie en la Costa Rica de entonces se
atrevió a decir nada por lo que había hecho doña Práxedes por temor a
contradecir a don Mauro Fernández, su hermano y también tío abuelo de Virginia,
el paladín intelectual y físico del movimiento anticlerical liberal. El mismo
don Mauro, no osó contradecir a su hermana: comentaba tras bastidores, que
mientras sólo fuese un fraile no había problema alguno, pero si le llenaba esa
iglesia de hombres con faldas blancas largas, se la iba a ver con él. Eso nunca
pasó, claro está, y cuando doña Práxedes murió allí estaba don Mauro, contra
todos sus principios, en el funeral, de pie, arrecostado a una de las columnas
que sostienen el coro y el gran órgano tubular. Virginia se sabía la dueña y
señora absoluta de todos esos recuerdos familiares. A mí me causaba mucha risa
verla algunas veces, cuando se quería poner difícil y pretendía impresionar a
alguien, se declaraba abiertamente anticlerical consumada. Eso fue de los
dientes para afuera: era amiguísima de varios de los frailes dominicos, que la
visitaban y se querían mucho además.
Virginia Zúñiga era todo eso y
más, pero tenía un punto álgido: tenía una verdadera naturaleza frágil,
delicada: había sido una niña consentida y amada. Temía, por lo tanto ser
maltratada. Por eso mismo generó una muralla de protección ante todos. Se tornó
a veces muy tirana y exigente, pero en esencia nunca fue mala.
Virginia poco a poco, casi sin
darse cuenta, en la plenitud de su vida había encontrado un amor muy especial,
duradero sobre todo: la Universidad de Costa Rica, de la que se hizo propia y
particular, o sea su ciudad madre. Todo comenzó con su insistencia para que al
final de la década de los cuarenta, “Primo”, o sea, Rodrigo Facio, influyera
para que el gobierno de la República comprara la finca en donde hoy está este
campus y así fue, afortunadamente. Virginia, poco a poco se fue comprometiendo
terriblemente con la vida universitaria, hasta el punto tal que un día en que
se dirigía a misa de cuatro de la tarde los sábados, en la Iglesia de la
Soledad, (ya no iba a La Dolorosa porque el fraile que oficiaba a la hora que a
ella le gustaba era, además de gordo, zopetas y “patión” un tonto de capiroteen
relación con el fraile de marras estuvimos siempre de acuerdo- Virginia iba en
su carro para la Iglesia, y después de manejar mucho, de un momento a otro se
percató que subía los escalones del Edificio de Ciencias y Letras, hoy Estudios
Generales, en lugar de los de La Soledad. Eran los tiempos en que el campus no
tenía portones, y sólo habían unos cuantos guardas de seguridad. Se reía mucho
y me decía: ¾¡Al final de cuentas soy una chancha de costumbres fijas, mirá vos,
irme pa la U en lugar de la Iglesia, ya estoy jodida! Ya que estaba allí,
aproveché y subí a mi oficina y le escribí varias cartas al vicerrector de
administración. . . si le lloro un poco a este carajo tal vez me ayude a
conseguir un poco más de plata en el presupuesto del año entrante, pero es tan
pinche el jodido. . .Una piedra en agua suelta más caldo, ¡ja, ja!.”
Hace ya más de cuarenta años,
Virginia fue parte del profesorado de la Facultad de Ciencias y Letras, en el
Departamento de Filología, Sección de Idiomas. En 1961, gracias a su concurso,
se inaugura el Quinto año de la carrera de inglés, o sea la Licenciatura en
Literatura. El 7 de diciembre de 1963, esa misma Sección de Idiomas, pasa a ser
el Departamento de Lenguas Modernas, independiente ya del Departamento de
Filología.
Cuando llegó a su fin el período
de la dirección de don René Van Huffel, belga y maestro de francés del Liceo de
Costa Rica, que había dejado el viejo y Benemérito colegio para integrarse a
esa antigua Sección de Idiomas. Virginia asume entonces la Dirección del
Departamento. Se abocó inmediatamente a reconstruir todo: bajo su férula
organizó la Secretaría en su totalidad, todavía recuerdo cuanto trabajé junto a
ella y cómo me exigía, a veces yo trabaja hasta los domingos, en especial en
época de presupuesto. Debido a eso y ante la protesta de los adminstrativos, le
comenté un día, tal vez torpemente de mi parte, en un día en que no andaba de
muy buen humor:¾¡Doctora, usted está ya tan
difícil y exigente ya que se asemeja a una jefe de galeotes!... ¾¿Quéee? ¡Malcriado, pecoso, condenao! Vos
sos un carajillo todavía y aguantás eso y más, así que nada de quejarse nadie
¡con todo el gran carajo! A trabajar todos manganzones arriaos, vagabundos! Se
volvió entonces visiblemente molesta y con sus nudillos golpeó el tabique que
separaba la oficina suya de la Secretaría.-¿Qué carajos pasa allí, no oigo las
máquinas?...¾¡Chucu, chucu chuco chu! sonaban al
unísono las máquinas de escribir de la Secretaría, y sin chistar todos a
trabajar, había hablado la Jefa. La otra máquina, la de ella, sonaba al doble
de velocidad de las de los tres amanuenses. ¾¡Andate vos a tu oficina, pues todavía hay
mucho que hacer, son las 4:45 y todavía no nos vamos! ¡Andá, andá! Me clavaba
en el pecho el dedo índice de su bonita y enjoyada mano. ¾¡Andá y arreglate ese mechero, parecés un
loco, y el nudo de la corbata, lo tenés torcido, descuidado! ¡Andá, andá!
¡Andate de aquí hippie herrumbrao!... Eran los años setenta simplemente. .
.¾Doctora,
yo tengo clase de 1001 a las 5 pm, así que ya me voy para el aula…¾¡Bueno,
pero ándate de una caraja vez, que tengo mucho que hacer! ¡Qué juventud la de
ahora! ¡Qué ropas, qué pelos y qué fachas! ¡Dios mío hacia dónde vamos!... ¾¡Gracias a Dios, mi oficina, está aparte y
lejos de esta, una semanas más así, y salgo amarrado en ambulancia para el
Chapuí. ¡Pobrecitos los administrativos! pensaba yo de camino a mi oficina.
Lo interesante es que Lenguas
Modernas todavía hoy en el 2003, en un noventa por ciento de su administración
sigue, en su trabajo, los lineamientos que dejó entonces la Doctora. Tiempo
después pidió a los profesores que se abocaran a redactar los programas de los
cursos. No se repartían entonces a los alumnos, pero, resumidos estaban todos
en un Catálogo de la Facultad de Ciencias y Letras, muy completo, según
recuerdo. Estructuró y le dio un mejor apoyo a la Licenciatura en Literatura y
en un momento dado ésta tuvo una pléyade de excelente doctores, todos
queridísimos por nosotros, antaño sus alumnos, ogaño los viejillos que quedamos
todavía por aquí. Durante su administración, el departamento pasó a ser Escuela
y a integrar la nueva Facultad de Letras. En 1975 fundó y dirigió la Revista de Artes y Letras Káñina. Desde
entonces tuvo sueño que nunca vería realizarse: consolidar la Biblioteca de la
Facultad de Letras: pensaba que algún día le iban a construir un magnífico
edificio, templo que albergara todos los libros ya existentes, los que ella le
heredaría y los que vendrían día con día. Sería el orgullo de todos. Supongo
que en un futuro lejano tal vez eso será una realidad. En cuanto a los
menesteres propios de la Escuela, quiso también que se instaurara un de
maestría y Doctorado en literatura en esta Escuela, pero el tiempo cronológico
de ella, y el desenvolvimiento propio del acontecer universitario el momento,
no se lo permitieron: murió con esas ganas. Era una mujer que iba más allá de
la coyuntura académica que se vivía entonces.
Su vida, además de la academia,
se extendió a otras muchas actividades: escribió asiduamente en muchas revistas
y periódicos tanto de la Universidad como del país. Fue miembro de la Junta
Directiva del Teatro Nacional, los Archivos Nacionales, recibió las Palmas
Académicas de Francia, y otras muchas menciones honoríficas, escribió varios
libros y fue galardonada con premios nacionales. La Escuela de Lenguas Modernas
también y en su momento la hizo su Profesora Emérita: fue el honor mayor que
pudo tener en la vida y en la soledad de su casa lloró de la emoción por muchos
días, pero me pidió que no se lo contara a nadie. Consciente de su rico pasado
quiso todavía rescatar muchos otros valores pero ya no pudo; le pasó lo mismo
que a Tita, el personaje principal de la novela Como agua para chocolate, como
ella, Virginia consumió muy rápido todos sus cerillos y murió. Murió sola, como
mueren muchos grandes, pero con un corazón que amó mucho y que a su vez le
deparó el cariño, respeto y agradecimiento de tantos. Ella feneció en diciembre
del 96, año que he denominado mi particular annus horribilis, porque se murió
una gran cantidad de gente muy amada de mi familia, mi madre incluida. Tiempo
atrás del año 96, Virginia se había vuelto ya sumamente necrófila. Cuando me
dio el pésame en el funeral de mi mamá, me abrazó llorando y me dijo: ¾¡Pobrecito
Paquito, mi machito herrumbrao y pecoso!...
No pude evitar, en medio de tanto
dolor, sentir un golpe en el pecho: lo de pecoso herrumbao no era
burla, era
cariño, o al menos se había tornado en eso. Siete meses después, el 24 de
diciembre a las quince horas estábamos en su propio funeral. Muy coherente con
su línea de pensamiento y con lo aséptica que era, pidió que la cremaran.
Tiempo después del duelo de mi madre, insistentemente me comenzó a llamar por
teléfono y me preguntaba siempre lo mismo una y otra vez, quería, por ejemplo,
saber cuántas campanas tenía la torre de La Dolorosa, a lo que yo con gran
paciencia le replicaba una y otra vez también: ¾Cuatro Doctorcita, pero las más grandes, en
tonos de sol y re, que se llaman Rosario e Imelda, son las más lindas y tienen
un bello canto.
Le explicaba aún más: ¾Son
difíciles de tocar, porque no tienen melena y el badajo está suelto en lugar de
estar fijo al cuerpo de la campana. Otra cosa, hay que ser experto campanero,
como yo, Doctorcita, para dominarlo bien, porque pesa mucho, si se quiere
repicar o doblar bien... Antes que se le ocurriera pedirme que la llevara a
verlas, me adelantaba y le decía: ¾Un dato importante, Doctora, no se debe
tener miedo a las alturas, pues allí uno está a muchos metros en el aire y el
viento golpea muy fuerte.
Ella rompía el silencio y decía: ¾¡No
me diga! ¡Qué miedo! ¡Qué interesante, no sabía nada de eso!-Pero lo que de
verdad quiero yo Paquito, es que como a mi abuelita Práxedes, el día que me
muera las hagan doblar todo el día y me hagan también una misa de revestidos
con catafalco.
Para animarla, entonces yo le
acotaba: ¾Doctorcita, ya no se usa ni el catafalco ni la misa de revestidos.
Cuando usted muera y eso será dentro de muuchos años, si estoy vivo, allí le
haremos algo bonito y le prometo doblar por usted yo mismo.
Tras un silencio que se hacía
eterno, me respondía: ¾No crea mijito, eso de morirme será más
pronto de lo que vos te imaginás. Ya estoy muy vieja, me siento muy cansada y
además me quiero morir ya. Gracias de todos modos Paquito, pero no se olvide de
lo que me prometió. ¾No, Doctorcita, sólo pídale a Dios que el
muerto no sea yo, antes que usted.
Se reía tristemente y decía entre
dientes: ¾Muchacho tonto, si vos sos un niño todavía... ¾¡Niño todavía! pensaba yo, si ya me
estoy acercando a los cincuenta. ¡Lo que es la perspectiva de los viejos...!
Su funeral no fue en La Dolorosa
sino en la Iglesia de Las Ánimas, o como se llame ahora. Sentí tristeza y
remordimiento porque sus deseos no se cumplieron. No podía hacer nada, pues sus
deudos dispusieron otra cosa. Pero muchos días después fui a La Dolorosa, pedí
permiso al prior del convento, y durante una mañana brillante, semejante a las
que hacía cuando yo era niño y entonces el sol no me cegaba y después de más de
veinte y tantos años de no subir y poner un pie en esa torre hueca y en
absoluto silencio, que sólo es interrumpido por el tic tac del gran reloj, hice
que Imelda y Rosario doblaran a muerte. Las pobres campanas tenían ya mucho
tiempo de estar muy silenciosas y frías, muertas también, pero del
aburrimiento, en el silencio y la soledad en ese gran campanario que ya nadie
visita. Los dominicos siempre guardaron particular aprecio a doña Práxedes
primero y luego a la Doctorcita, fueron, en cierta medida, las matronas de la
Iglesia y del futuro convento.
El día del funeral de la Doctora
sucedió algo que me impresionó profundamente: quise verla por última vez, me la
esperaba encontrar elegantísimamente vestida y con una cruz o un rosario de
plata entre sus dedos. Mi sorpresa fue verla dentro de una batita rosada, su
color favorito, toda cuidadosamente bordada por las manos de su madre, un arte
que ya las mujeres de hoy no practican. Entre sus manos no tenía ni cruz ni
rosario de plata alguno, sino su muñeco de trapo negro de cuando era niña. Ese
día se cerró un círculo y de golpe comprendí por primera vez bien a Virginia
Zúñiga Tristán. Ese día, 24 de diciembre, pude hacer algo que no había podido
realizar en todo el año: llorar un poco. Tiempo después terminé de hacerlo,
profusamente y medio ensordecido, cuando tenía los mecates de las campanas
entre mis manos: yo, más viejo y totalmente desacostumbrado ya a la altura, me
estremecía de miedo por el vértigo y el golpe fuerte del viento de enero que me
empujaba hacia adelante, al hueco inmenso de la escalera. Además mientras
tiraba con fuerza para hacer doblar a Imelda y a Rosario, fue en ese instante
que me sentí como si flotara, como si viviera una clara epifanía Joycena,
semejante la que, en duermevela, experimenta Gabriel Conroy, el personaje principal
del cuento “Los muertos” de James Joyce, en su habitación del Gresham Hotel de
Dublín. Me percaté entonces que lloraba y doblaba con gran vigor a muerte, pero
no sólo por Virginia, sino particularmente por mí mismo, por mi juventud tan
feliz ya ida también, así como por mis otros deudos fenecidos en ese largo y
sombrío año.
Supe así todo, de una manera
extraña, de un golpe seco y sordo. Percibí además en el trasfondo de esa
experiencia, que las lenguas de hierro nunca habían cantado con tan bella
música, ellas, tal vez agradecidas de que alguien las hacía cantar tan hermosamente.
Imelda y Rosario, tan sólo unas décadas más viejas que la Doctora, eran frutos
del genio de desconocidos orfebres, ya todos muertos también, empleados otrora
de los talleres del Ferrocarril al Pacífico, donde habían sido fundidas mucho
tiempo atrás. No sé si es coincidencia, pero el papá de la Doctora era un
empleado importante en el Ferrocarril.
Debo decir que Virginia Zúñiga
Tristán fue toda una aristócrata y una oligarca. Eso sí debemos entender la
acepción de estos términos, no como se acostumbra, sino con el especial sentido
que les da el maravilloso Hermann Hesse, cuando escribe en una carta sobre su
libro El juego de abalorios, en 1935, y reza: Una aristocracia propiamente
dicha no debe ser el orden del espíritu en la vida; la aristocracia se basa en
la herencia, y el espíritu no se hereda materialmente. En su lugar, todo buen
orden de la vida intelectual constituye una oligarquía de los hombres de
espíritu más elevado, con apertura de todas las posibilidades de formación para
los mejor dotados.
Así fue en realidad Virginia
Zúñiga, así la quiero recordar siempre, con su amplio conocimiento e
información, su alegría de niña grande y malcriada, también como una madre más,
como otro ícono junto a las figuras tan impresionantes de mi madre Adelaida y
mi tía Marina. Ella, Virginia, extrañamente y a su pesar fue siempre humilde:
nunca la escuché a lo largo de los últimos treinta años de su vida, que pasé
muy cerca de ella, hacer alarde de conocimiento alguno. Bien dicen las señoras
que saben de eso de la teoría del género que: ¾La mujer que sabe, esa es definitivamente la
mujer que puede...
Pasados casi siete años de su
muerte, en el 2003, un día de tantos se me ocurrió conversar con algunos buenos
amigos míos de la Escuela de Lenguas Modernas: Alder, el Jefe, Emilita,
Alexander, Rocío, Martica y otros por allí. Algunos de ellos no la conocieron,
otros fueron hijos adoptivos también, otros, implemente amigos o conocidos, de
Virginia. Juntos todos logramos que la Escuela, para los días antes de la Navidad,
pusiera el nombre de Virginia en algún lugar visible. Creímos que debía de
estar inscripto en una pared, y escogimos entonces una bien linda, la del
balcón del tercer piso, frente al gran vestíbulo de ese templo de la palabra,
la Facultad de Letras y escribimos en dorados bronces:
VIRGINIA ZÚÑIGA TRISTÁN, Ph. D.
LA ESCUELA DE LENGUAS MODERNAS
AGRADECIDA, 2003
De esta manera las generaciones
futuras no olvidarán a Niña Virginia, que tanto hizo por nuestra academia. Como
se puede fácilmente comprender, para hablar de Virginia Zúñiga Tristán,
necesariamente, tengo que hablar de muchas de las mis experiencias de mi vida,
una friolera de más de cincuenta años. Todo dio inicio allá, en el viejo y hoy
día ruinoso barrio de El Laberinto para terminar intra muros, en la Escuela de
Lenguas Modernas y la Facultad de Letras. De alguna manera mucho de todas esas
experiencias de vida estuvieron relacionadas y devinieron alrededor de la
persona de la vieja doctora Zúñiga, la Niña Virginia. Asimismo ahora también se
puede comprender claramente por qué ella me quiso tanto.
Mucho tiempo después, en el mes
de marzo siguiente, es decir ya en el 2004, en uno de tantos días, alguien
tocaba insistentemente el timbre de mi casa. Yo no quería abrir, porque pensé
que era gente de esas que andan predicando, vendiendo helados, edredones,
artículos para la casa, “que si le hago
el zacate”, “ vea mi tata, regáleme dos tejitas, es que la piedra subió mucho
de precio” etc. Sin embargo ante tal insistencia, no tuve más remedio que tomar
las llaves y abrir la puerta y luego el portón. Mi sorpresa fue mucha y me
quedé perplejo, helado sin atinar a comprender nada, porque allí estaba la
Doctorcita, luciendo mejor que nunca y sobre todo muy bien vestida y
maquillada, y con su inconfundible “Shalimar” y, como soplaba fuerte el viento
y hacía frío, tenía puesta sobre sus hombros su inconfundible capita de lana
roja sobre sus hombros, la cual creo, había comprado en Quito, tiempo atrás, en
uno de sus últimos viajes a Sudamérica. Enfrente de la casa, en la calle,
estaba también su Opel amarillo, impecablemente limpio, como siempre. De
momento pensé que todo estaba pasando en un sueño, me pellizqué y me dolió
mucho. ¡Esto es realidad, Dios mío que cosa más rara!... ¾¡Condenado pecoso, por
qué no me abrías la puerta, carajo!... ¾Doctorcita, no sabía que era usted, debió
llamarme por teléfono primero, así la hubiera esperado con alfombra roja…¾¡No seás payaso! ¡Alfombra roja en esta
acera tan sucia! ¡Sí, claro, alfombra roja. . .! ¡Vacilame vos!...Hacete a un
lado para que estos señores entren una cosa que te traigo. . . ¾Entonces si es así, vos disfrútalo mucho. No
te explico nada, ya que si sabías poner a funcionar el de mi casa, este no te
dará problemas, pues en el mecanismo es igual. Te va a hacer un poquillo de
ruido al principio, pero uno rápido se acostumbra, a mí me pasó eso con el mío.
Te dejo, no puedo quedarme a tomar un buen whiskey con vos, porque me están
esperando, hasta dejé el motor encendido. ¡Adiós señores, muchas gracias por
traerme el chunche ese sano y salvo! Abrió su cartera y sacó seis billetes
nuevos de cien colones, y les dio tres a cada uno… (¾¡Qué botada está la Jefa hoy, y con lo
agarrada que es con la plata, ha cambiado definitivamente! ¡¨Qué raro sacó
billetes de cien colones y esos ya no valen, será que la Doctorcita no se ha
dado cuenta, ¡pucha enredo!, pensé). Los señores le agradecieron el dinero, me
miraron con cara inexpesiva, toda desabrida y, discretamente se retiraron,
caminaron en dirección oeste y como la acera dobla justo antes de la casa
vecina, ya no los vi más…¾¡Condenao, pecoso herrumbrado! Mirá vos,
sabés, te ves guapo con ese color de pelo, te parecés a tu papá, que era tan
guapo, pero mucho más que vos. ¡Carajo, pero cómo cuesta quedar bien con
tu’alma! ¡Puñetero muchacho!... ¾No, Doctorcita, usted sabe que yo no soy interesado, además me da mucha
pena eso de que se moleste por mí…¾¡No jodás, me vas a rodar a mí, con estos
años, já! ¡Te conozco desde que eras un mierdoso!...Se volvió, me dio un
beso y con paso rápido y firme salió de mi casa, se montó en su carro y se
perdió en la distancia. Como siempre, atarantada y medio loca para manejar,
espero no atropelle a nadie, y lo peor, anda sin cinturón de seguridad, me
decía a mí mismo, mientras su carro velozmente se perdía en la autopista, en
dirección del Zapote. Me volví entonces
y cerré el portón con llave y, feliz, me dirigí al interior de la casa, para
ver tocar y travesear mi nuevo gran reloj de péndulo tan bonito. ¡Pucha! ¡Cuán
bien se ve en medio de los otros muebles!... pensé.
En ese momento, el frío silencio
de mi casa lo rompió abruptamente una canción de Paloma San Basilio a gran
volumen y una voz que decía a la vez: ¾¡Radio Mil!...La radio despertadora me
recordaba que eran las cinco y treinta de la mañana, momento ya de levantarme,
tenía clases a las ocho de la mañana en la Universidad. Sin pensarlo dos veces
me incorporé y, medio azurumbado, salí rápido de mi habitación, sólo quería ver
y tocar una vez más mi nuevo reloj. La salita de mi casa, la que da justo a la
entrada de la biblioteca, en la semi penumbra se sentía muy fría, muy sola,
todo olía muy limpio y estaba en perfecto orden, sólo que mi nuevo reloj de
péndulo, no se veía por ninguna parte... ¾Oh Doctorcita, las cosas que todavía me
hace, ni muerta se cansa, de vacilarme. ¡Bendito sea Dios! me dije a mí mismo
camino a la cocina de la casa a prepararme el desayuno. ¡Esta vez sí me fregó
la vieja! ¡Ni modo, que el Señor la bendiga y la bendiga y la tenga en paz ya,
de una vez por todas en su santa gloria!...
Publicado con permiso del autor en La Coleccionista de
Espejos
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