Misingo...
Se levantó muy temprano. Tenía ganas de faltar a la
escuela, de quedarse deambulando por la casa, la angustia le había alterado el
sueño y se mantenía firme, agobiante.
Aún no clareaba la mañana, cuando se quitó el húmedo
pantalón de pijama, le dio vuelta al colchón, con la vana esperanza de que su
mamá no lo viera y después, casi de puntitas, caminó hacia la cocina, como por
inercia.
El silencio de la madrugada lo envolvía todo.
Sentado en un banco de madera, entre la penumbra, le
llamó la atención ver a Misingo, el gato de la casa, quieto como una estatua
congelada: ese pelo blanco, erizado, como el que usan para hacer granizados
era parecido al hielo raspado.
La actitud del gato no era como cuando estaba
acurrucado dormitando; en posición de acecho, vigilante sin mover ni un bigote,
tenía hasta el último músculo tenso y sus penetrantes ojos verdes estaban
clavados hacia una esquina de la cocina, en dirección a la pata de la mesa, ni
siquiera parpadeaba. De pronto; sigiloso ratoncillo gris, dio unos pasos
cautelosos alejándose de un pequeño hueco entre las tablas del piso.
Emulando al gato, se quedó inmóvil, observando cada
detalle de la escena: nueve años y nunca había visto algo parecido, tal vez por
eso su padre siempre sentenciaba -No le den de comer al gato, que sino no
caza...Como un rayo, saltó sobre su presa, le dio
un certero golpe que lo dejó aturdido, conterniendolo sin sacar sus uñas.
Desatinado, su respiración alterada era evidente, trataba de luchar
contra esa portentosa fuerza que lo aprisionaba.
La ansiedad le invadía y la lucha por escapar no
parecía tener buen futuro.
De pronto como si fuera un
inesperado acto de misericordia, las zarpas se relajaron, Misingo aflojó la
tensión, con aire de descuido y expresión de desinterés, giró la cabeza en
sentido contrario y permitió que su presa se liberara: sin creérselo el
ratoncillo dio unos pasillos lentos, como contándolos, alejándose en dirección
de su añorado hueco en el piso de madera.
Cuando sintió cerca su fuga y percibió como una
posibilidad real el escape, aceleró su carrera en busca de la madriguera, solo
para recibir otro porrazo; el gato había volado por los aires con alada y
prodigiosa potencia, atrapándolo.
Varias veces repitió la pirueta, y en cada ocasión el
pequeño ratón, cada vez más débil y sin fuerzas luchaba contra la angustia que
le paralizaba con cada nueva huida lenta y desesperanzadora.
Como un boxeador muy seguro de su victoria, el cazador
lanzaba rápidos pero contenidos golpecitos esperando extender la lucha, pero el
cuerpecillo flojo del ratoncillo más bien parecía una pequeña bola desinflada,
en manos de un jugador que le lanzaba hacia arriba y luego le atajaba,
esperando un nuevo escape; cansado de jugar, al final lo engulló...
No mucho después la madre apareció en la cocina;
autoritaria y con mecánica frialdad acentuando las palabras, le recordó la
rutina:-Apúrese…vaya al baño, se pone el uniforme y desayuna-, y luego
remarcaba -Váyase rápido, que ya casi entran las clases-.
Camino a la escuela, iba como contando los pasos, el
agobio del bulto en su espalda no era tan grande como el peso de su zozobra.
Aunque la campana ya había sonado, poco le importaba
la puntualidad, era mejor siempre llegar un poco tarde y evitar al matón de la
escuela, que lastimando de palabra a todo el que tenía cerca, especialmente a
él, hacía de las suyas repartiendo golpes y trompadas.
Un ligero temblor le recorría el cuerpo en los
recreos: los ojos verdes de Misingo de aquel niño agresivo, se le clavaban como
dos rayos paralizantes de hielo y eran precursores de una nueva maltratada: no
había ayuda de nadie, la maestra con desidia no se daba por enterada, y ninguna
autoridad de la escuela se interesaba en protegerle de tanto abuso. Las piernas
le temblaban a menudo, las sentía como de gelatina, cuando arrinconado a la
salida de la escuela, se confrontaba con la imposible tarea de luchar para
defenderse.
Ya habían pasado varios meses, el matonismo no se
detenía y muy triste pensaba que no había a quien acudir, en busca de ayuda.
De regreso a la casa, ahora con pasos rápidos y algo
nerviosos, la situación mejoraba un poco, pues era una huida hacia el refugio,
algo así como llegar a un huequito en el piso de madera. Siempre llegaba
acostaba con la incertidumbre de no poder conciliar el sueño en la noche y
tener que afrontar la espera de un nuevo día. Pero ese día fue distinto el
regreso a su casa, mientras descargaba el bulto de su espalda, escuchó la voz
enérgica de su madre, haciendo un recuento de quejas, que airadamente eran presentadas
a su padre:
-Ya estoy cansada de este güila…. trae malas notas… la
maestra dice que siempre llega tarde… se rompen las pijamas de tanto lavarlas…
el colchón está deshaciéndose... HARTA... Pero ahora se remató y le dio por
agarrar a patadas al pobre de Misingo...
Para La Coleccionista de Espejos:
Rodrigo Villalobos
Para La Coleccionista de Espejos:
Rodrigo Villalobos
1 comentario:
Hola. Este cuento me recordó mi infancia y hasta me dieron ganas de ir a buscar al que me molestaba de guila, porque era idéntico a este, ahora ya sé porque yo tiré el gato de mi abuela por una alcantarilla...
O.P
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