miércoles, 29 de junio de 2016

EL HUERTO PROFANADO

 ANABELLE AQUILAR B
Los títulos van destinados al público que los recibe y los transmite. Son, como diría Gérard Gene “objetos de circulación”, que designan y ponen en relieve  el contenido de la obra. Se trata, al igual que el epígrafe y la dedicatoria, de “umbrales” del texto, entradas que indican “el contenido” y atraen al público, o tal vez no. Eso depende de sus intereses y del título mismo. En el presente caso, el título anuncia la profanación de un huerto. El huerto, en poesía, tiene su historia. Como espacio físico es un lugar pequeño y cercado para sembrar verduras, legumbres y árboles frutales; como espacio metafórico alude al tradicional “lugar ameno” que conocemos ya desde los clásicos con Virgilio, Horacio y Teócrito. Lo conocemos en la poesía española renacentista, sobre todo a través de Garcilaso de la Vega y fray Luis de León.
El lugar ameno es un paraje idílico de paz, amor y naturaleza benévola: árboles, flores, pájaros, fuentes, son sus elementos esenciales. Pero el huerto a que alude este poemario viene acompañado de otro concepto: “profanación”. Profanar es una palabra mala. Se refiere a “tratar algo sagrado sin el debido respeto; deslucir, desdorar, deshonrar, prostituir, hacer uso indigno de cosas respetables”. Hay que fijarse en esto porque un título puede constituir un indicador de interpretación. Así pues, de entrada se nos anuncia algo bueno que se arruinó.
Otro de los umbrales del texto, como antes dije, son los epígrafes. En este caso, una frase de Clarice Lispector, que tiene su historia. Al parecer, sus hijos se quejaban de que nunca les contara un cuento que empezara por “Había una vez” y la acusaban de no ser capaz de hacerlo. Ella, queriendo demostrar que sí podía, escribió: “Había una vez un pájaro, Dios mío”. Y hasta ahí pudo llegar. Y como “había una vez”, significa que ya no hay, que dejó de ser, lo que pudo haber sido tras ese “había una vez” del epígrafe es un indicador de algo inconcluso, algo que se frustró. Por lo tanto, el epígrafe ahonda en la idea de pérdida. Y el tercer umbral, la dedicatoria nos indica que en la vida de Anabelle, efectivamente hubo una vez un pájaro porque a su padre le tenían el apodo de “Pajarito”. Aunque según ella lo describe fue más bien “un águila ardiente/ con visos de pájaro lunar” que “llevó en su cuerpo/las marcas siderales/ de los nobles”.
       
 Y aquí vamos a lo que sigue: en todo huerto poético hay aves y vuelos y trinos. Por el vuelo los pájaros simbolizan las relaciones entre cielo y tierra, los estados espirituales, las funciones intelectuales…. En los antiguos textos védicos, representan la amistad de los dioses hacia los seres humanos; en algunas culturas, el viaje al más allá. En poesía son con frecuencia símbolos de plenitud y libertad. A juicio de la prologuista de esta obra, María Vázquez Benarroch, “aquí los pájaros son el inconsciente revelando las metáforas de la vida”. 

Y en fin, polisémica como es la imagen, por una u otra razón, ya sea herencia poética o influencia védica, o inconscientes metáforas de la vida, esta obra está llena de pájaros. Está llena también de añoranza, desencanto y pesadumbre, tal como se puede esperar de un huerto profanado: aquí, como señala la voz lírica, “la palabra” se deshace atontada”, “repetida y goteante/ entre el / trepidante ruido”; una pareja no se besa sino que “intercambia saliva”; los cantos rodados son pájaros, pero “sin alas”; el halcón reconoce: “nos conformamos con desechos [...] aunque seamos arcángeles”; un cuervo “despedaza el lomito/de una ardilla”; y la voz lírica exclama: “¡Cómo pesan a la espalda/los mil años!/ heridas/umbrías”: “Cómo es que viene el dolor /en una manzana/agujereada y dulce”; “No espero/ni el tren/ no espero/ nada”.
                     
La voz se vuelve crítica cuando denuncia la pasividad con que se reciben los abusos: “Todos usamos las palabras miel/ y seda y aroma/ y repetimos estrella/ y bálsamo/ porque sentimos/ el ego de la dulce esperanza/ pocos piensan/ en los metales impuros/ en la malversación de fondos”.
                    
 Esa desolada desesperanza aparece una y otra vez en el poemario, en algunos casos ocupando varios versos con imágenes como la de los “pájaros azorados y confusos”, o como la del cisne que “reposa sobre la superficie” con un  reflejo “inmenso y humilde”, o como esa en la que “con el ojo avizor/contemplamos/la aguja del reloj/lenta y aburrida/que se quedó milenios”. Y a ratos, más extensamente como por ejemplo en “Mermelada”, donde se nos dice: “Hay que estar desollada/con un lunar en la nuca/sosteniendo un vaso de malva/por mil años/esperando/el invierno/de los filósofos/para saber/ lo que es bueno/y deleitarse/una madrugada cualquiera/con el canto/de una guacamaya”.

Las alas y las plumas son reconocidas en nuestra cultura como un símbolo de libertad porque se asocian con el vuelo, la elevación, el espíritu. Alzar el vuelo se relaciona con temas del espíritu o el intelecto. “Quien comprende tiene alas”, según el Brahmana y para el Rig Veda, “la inteligencia es la más rápida de las aves”. Y es por eso mismo que son alados los ángeles.

Cuando Anabelle titula un apartado de su libro “Alas inexactas”, cuando nos describe un ala en un poema como “un pequeño codo/ descarnado y triste /con un ojo azul y ciego”; o cuando nos habla de la “media ala del turpial/ en la estrecha visión” de una ventana, nos está representando las consecuencias de profanar el huerto, la lisiadura que producen los abusos, la torpeza que resulta de no querer saber. (El turpial es el ave nacional de Venezuela). Y por todo esto nos indica a la vez que el huerto de su obra es mucho más que el clásico lugar ameno de los clásicos: es el mundo habitable, respirable, confortable. Ese mismo que describe en el poema “Rojo crimson”, cuando un pájaro, preparando su nido, “danza entre los árboles/ en columpio de lianas/ que no producen ruido/ acomoda las hojas en el piso/ mandala de flores […] enciende velas amarillas/ para hacer el amor/ abre sus alas y canta/ techa el nido con orquídeas”. Pero es obvio que este pájaro es una pura añoranza, porque en la estrofa final advierte que “es hermoso/ llenar de colores/el pincel vacío”. Este llenar de colores el pincel vacío es un indicio de que a pesar de todo, hay un deseo de creer en la belleza y en la bondad. O, dicho en sus palabras, “la noche se corta/ para convencerme/ de que las estrellas/ que la encumbran/ no hieren”.

Pero Anabelle ha tenido que dejar atrás dos mundos:  Venezuela, que arropó gran parte de su vida, a la que dejó atragantada por el régimen chavista que le fue arrebatando todo lo que pudo; Costa Rica, que la vio nacer, a la que dejó voluntaria o casi voluntariamente al casarse. Es mucha pérdida para una sola vida. La pérdida del país natal se rememora sobre todo en el poema “Cármenes”, obviamente alusivo a Carmen Naranjo.  Ahí, Anabelle rememora aquel tiempo en el que sus “zapatos rojos/y brillantes/crujían la escalera/sin cuidado”; en el que la llamaban “los colores/ de las piedras pequeñas/mariposas intactas/ inconclusas”. Y ahí la memoria retorna al “corredor volado/y de madera/, de aquella casa en Olo (Así se llamaba la propiedad en Alajuela en que Carmen vivió sus últimos años) “con el verde/ inmerso en la pecera /de luz/ la cama/ a cuadros/ la inolvidable/ lámpara de mimbre/ en la cocina/ la única luz en el entorno/ suficiente y amante”. Olo, donde no podía faltar “una danza sin adverbios/ coloreados con azul de metileno” y donde “llovía café en el campo/ chorreado en una bolsa”. Este mundo acogedor y hermoso, que ya no es, se contrasta con el presente que ahora es, donde, dice la voz lírica, “ya esta infusión no huele/ en mi lejana leña/ ya no me cantan los yigüirros al oído”. Recordemos que el Yigüirro es el ave nacional de Costa Rica. Pero, hay un pero, y un pero, ya sabemos, es una objeción. El “pero” corrige la frase, porque el recuerdo sobrevive a cualquier pérdida. Y así, el poema termina: “pero conozco desde la realidad/ del relámpago sin lluvia/ que en la música de Olo/ no hay silencios”.
   
En “Saudade”, la memoria reconstruye “…los techos de dos aguas/ esperando la lluvia /las hojas/de la última estación/ con su crujido leve/ […] los niños / de ojos brillantes/ y sonrisa violeta/ el olor /a jengibre fresco/ y a vainilla/ de Madagascar”. El exilio involuntario de todo este mundo familiar y acogedor se subraya en la estrofa final: “Solo me llevo el colibrí/va en mi cartera/de tela de algodón/ para darle un minimalista/jardín de residencia”. Y claro, ni qué darle vuelta, que el colibrí que se lleva es de trapo también, como la cartera.
                     
Fuera de toda conjetura, las aves de esta obra son también los seres humanos. Algunos de ellos cuervos, algunos de ellos cisnes o gorriones o águilas, o mirlos, y todos, en última instancia, la población del huerto que se profanó. Porque ese cuervo que “despedaza el lomito de una ardilla” aparece en el mismo poema (“Idus de marzo) en el que se alude al “avión del tirano moribundo”, y antes de ese otro (“Mortuoria”), referido a los “mercaderes de aves [que] huelen las especies/en el aire rancio del mercado”, donde “ningún ave canta/ conocen su mañana /con altiva presencia”. Como la de una nueva Casandra, la voz de este poemario anuncia: “tarde o temprano morirán/ casi al mismo tiempo/dejando grumos/de su sangre/ ellas serán/el penúltimo eslabón”. Pero esa voz que alude al huerto destruido anuncia también al castigo de quienes lo destruyeron: “Nadie escapa/ quien produce dolor/implacable/prepara/su propia sentencia/ el que busca encuentra”.
   
En el último poema, “Información confidencial”, confirma ese matiz pesimista y desesperado: “El destino/ y el lugar/ me encontraron/ no había limpiado /la casa/ quedaron/los cristales/con polvo/la cama/sin tender/ me desplacé /con soltura/al valle deseado/donde reposan/ sin lápida/unas alas / extendidas/ de mirlo/ no mis brazos”. Puesto que tradicionalmente el mirlo se asocia con la llegada de la primavera, y la primavera con la juventud y la felicidad, unas alas de mirlo sobre una lápida anuncia un mundo invernal, un mundo muerto. En uno de sus poemas, “Trayecto”, Anabelle escribe: “Abrazo paciente/los bordes de la tierra/y el sol medita/el reiniciar/de las verbenas”.
       
Esperamos que en esa realidad de que Anabelle nos habla, el sol no pase meditando mucho tiempo, que decida expulsar del huerto a los tiranos, reiniciar las verbenas, restaurar lo profanado; que el ala vuelva a ser ala, que el canto sea uno, no importa cuántos cantos sean; que se logren los panes del inicio; y que pensar en los metales impuros y en la malversación de fondos no constituya una traba para soñar con “el ego de la dulce esperanza”.


Yadira Calvo Fajardo
Jueves 23 de junio a las 7 pm en el Centro Cultural de México. 

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