Toda la vida fue un hombre pobre. Cada día se enriqueció de sueños. Su
nombre: Camilo José Cela. Fue premiado. En las tardes de olvido recibió algún
que otro duro, varias pesetas y, al final de su vivir, un suma de euros de
importancia al contar en su historia el cheque de un millón de dólares cuando
recibió el premio Nobel de Literatura. Este hombre, Maestro de Maestros en el
arte de escribir novelas decía que: “El escritor no es quien tiene algo
que decir sino quien tiene algo que escribir". Y agregaba nombres: Shakespeare,
Góngora, Juan Ramón Jiménez.
A la memoria de esta cita se nos viene un nombre nuevo en la literatura de Costa Rica: Santiago Porras y su libro Avancari.
Desde los viejos caminos literarios nos llega una memoria y ella emerge
de un prestigio de la literatura de Estados Unidos: Truman Capote:
Escribir
bien, cuesta mucho.
Pero escribir bien y llegar al arte es casi imposible...
Entre los requerimientos para un buen escritor
está, además de poseer un bagaje cultural que incluya todas las literaturas de
la Humanidad, poseer raíces en su propia cultura. El saber de su tierra nativa.
En Costa Rica existimos algunas personas que nos hemos convertido en
“famosillos” por escribir temas que nos son, casi o del todo, desconocidos.
Temas de los que otros saben menos que nosotros. Santiago Porras logra, con
esta obra, un libro de ejemplo sobre el sudor en las minas de oro.
Dejó su
ombligo entre los pliegues del río Abangares.
Su padre y antes de él, el padre
de su madre, conocieron de las minas. Nadie le puede contar un cuento sobre la
enfermedad del minero. El alma del minero. La muerte del minero. El oficio vil
de explotar al pobre trabajador de la mina. No se les pueden murmurar
historias.
Santiago Porras creció con esos recuerdos. Y hoy habita cerca de lo que
fue el murmullo de la minería. Su libro nos narra la historia de una mina -dos
minas, tres minas- cuyo nombre debería ser “la mina del Mal Arrimo”. En las
páginas de Avancari, para empezar, vamos conociendo personas, niños,
jóvenes, viejos, ancianos, enfermos. Mujeres que llegaban a la mina para
levantar sus faldas y recibir una pepita de oro. Hombres que reciben lo que los
capataces de la mina les ofrecen con seguridad histórica: sus esputos de sangre
como herencia de pulmones horadados.
Moja su pluma en el disfavor del poderoso. Ni sombra de duda asoma en
sus páginas cuando cita los primeros aromas del oro maldito. Cita sus nombres
que huelen a puñaladas de oprobio, para él como escritor. No para otros. No
para la historia oficial. Y jamás serán marcados en la pluma de un premio
Nacional o un Magón. Esos escritores no se han de ocupar de ellos.
Poseen los Señores del Oro la santidad de la historia. El abogado que
rubricó en su protocolo la entrega de toda una nación, después recibió el
premio de Benemérito de la
Patria. Y el hombre sabio entre los sabios, que se desempeñaba como
presidente de la Corte Suprema de Justicia al momento de ver firmados acuerdos
cadavéricos e infamantes, con sabor del oro que se reparte a manos llenas,
también fue beneficiado como benemérito.
Purulento y sarmentoso recorre las páginas de esta novela el creador de
todas las minas de La Sierra. Y... ¿qué? Este señor, venido desde las granjas
porcinas de California, que después de terminar la construcción de un
ferrocarril a Limón pasaba las horas regocijándose con la hija de un único
padre de la patria.
Me ha gustado su novela. Alguna vez yo y yo, “famosillo” candidato a
escritor de novelas, deambulé por esas historias. No tenía la capacidad ni la
experiencia para escribir una novela. Ni siquiera sabía, en verdad, lo que era
una novela. Hoy, en este camino de mi ancianidad, donde me es imposible dar los
últimos pasos de mi vida sin la ayuda de un bordón de madera, ¡qué envidia me
da el coraje de un hombre como Santiago Porras! y qué cantidad de sal se me
pega al alma por no haber tenido un instrumento para escribir un libro como lo
hace Santiago Porras.
No me gusta el título del libro. Ya es costumbre en Costa Rica no saber
titular una obra. Pero ello es lo de más o de menos en un libro. Lo importante
es añorar, poseer la religiosidad de un oficio. El oficio de escribir. Y
Santiago lo va poseyendo en cada página que escribe. Ahí camina. Sin medir las
pestañas del tiempo. Sin el celo que le inspiran otros escritores “famosillos”.
Camina enhiesto como la vara del coyol. Escribe y él es la primera persona en
llenarse de asombro ante esas páginas que escribió.
Me ha gustado el tema. Las minas de Abangares era semilla de puro oro
para escribir y describir, como un ejemplo, la vida del coligallero, la umbrosa
cavidad del túnel, el risueño y triste soñar de sus habitantes, la fiereza
imperturbable y cínica de los dueños en la mina Tres Hermanos. Y también el
silencio, burdo, infame que historiadores de nuestra historia patria suelen
enseñar en escuelas, colegios y universidades: que Costa Rica es habitada por
gente domesticada (José Figueres), por hombres y mujeres que se arrastran como
gusanos. (Óscar Arias premio Nobel de la Paz) o cambiar el nombre de nuestra
nación y que para siempre que se llame Costa Risa (como lo comenta Julio
Rodríguez en la Nación).
Es una forma extraña de darle lecciones a un pueblo. Y cuando aparecen
las páginas ejemplares de hombres como Santiago Porras, pues ha llegado la hora
de olvidarnos para siempre de cuándo doblan las campanas…
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