Tal vez por haber sentido en carne propia la dificultad del cuento, no me sorprendió la afirmación de Juan Bosch, destacado cuentista dominicano, que también fue presidente de la República, de que el género está reconocido como el más difícil en todos los idiomas.
Y veamos si no. Es un género literario escueto, tan conciso que no puede construirse sobre más de un hecho. Obliga a discernir en dónde es que se encuentra un tema de cuento, parte básica de lo que se llama técnica del cuento, entendiendo por técnica su significado de oficio o artesanado indispensable para hacer una obra de arte.
Bosch también considera el sentido matemático en la rigurosidad del cuento, en el sentido de que no puede haber confusión en los valores que lo componen. Coloca al cuentista ante un hecho con un fin último que es un tema. De la técnica del narrador depende que se llegue o no al fin último. La tortuosidad o el enfoque diáfano son obstáculos o claridades ajenas al fin, por ser ellas parte del oficio del cuentista.
Y veamos si no. Es un género literario escueto, tan conciso que no puede construirse sobre más de un hecho. Obliga a discernir en dónde es que se encuentra un tema de cuento, parte básica de lo que se llama técnica del cuento, entendiendo por técnica su significado de oficio o artesanado indispensable para hacer una obra de arte.
Bosch también considera el sentido matemático en la rigurosidad del cuento, en el sentido de que no puede haber confusión en los valores que lo componen. Coloca al cuentista ante un hecho con un fin último que es un tema. De la técnica del narrador depende que se llegue o no al fin último. La tortuosidad o el enfoque diáfano son obstáculos o claridades ajenas al fin, por ser ellas parte del oficio del cuentista.
Aquí radica otro aspecto muy interesante: las innovaciones. Y debe quedar muy claro y ser elemento de uso diario del cuentista: el cuento solo acepta innovaciones de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura. De otra manera, esta cosa de última hornada que llaman renovar el cuento puede conducir a cualquier cosa importante y tal vez genial, pero nunca al cuento. Un cuento, en definitiva, sigue siendo un cuento. Contar, relatar, computar. Y el origen de la palabra cuento es cómputo, término latino que significa llevar la cuenta de un hecho.
Si me permiten vuelvo a Bosch. Bosch dice que se puede comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a hacer cualquier diligencia. Antes de salir ha pensado qué camino seguirá, por cuales calles ha de pasar, que vehículo ocupará, a quién va a dirigirse, qué le dirá.
El hombre, como el cuento, lleva un propósito definido, un fin. No ha salido a ver qué encuentra, sino que lo ha hecho porque sabe lo que busca.
Pero, no obstante la comparación de Bosch, se interpone entre el hombre del ejemplo y el cuentista un elemento ya dicho, que es la técnica, el modo de hacer las cosas. Baudelaire lo enfoca a la perfección cuando dice que el artista, si es hábil, no ajustará sus pensamientos a los incidentes, sino que, habiendo concebido deliberadamente, con placer, un efecto a producir, combinará los elementos más apropiados, a su gusto y bajo su dirección. Es decir, jugará por dentro del camino, sin ignorar en ningún momento cual es el fin, pues hacia él se encamina, de tal modo que sus trancos son también los del lector, que sigue la aventura con una dimensión distinta, pues no sabe de antemano ni la ruta ni la parada final.
Y entramos a tres aspectos básicos del cuento: la unidad de tiempo, de espacio y de asunto. El núcleo esencial y el final.
El cuento transcurre siempre en un tiempo corto –o acortado- en un espacio definido y con un asunto concreto. A diferencia de la novela, el tiempo en el cuento se concentra, ya sea extendiéndose en su espacio corto –un día, una tarde, un instante –o refundiéndose un transcurso largo con una aceleración atropellada o, formalmente reducida. En el cuento no interesa la extensión. Interesa el suceso. El compone el todo. Mario Lancelotti lo define bien cuando apunta que una novela puede reposar en las manos y que un cuento es una operación estricta del ojo.
El otro aspecto enumerado es la unidad en el espacio: el cuento siempre es de un mismo lugar o región. No tiene la facilidad de la novela, que puede extenderse, si se quiere, por toda la geografía del mundo. El cuento se ubica en una zona y ahí juega su tarea. Allí principia, se anuda y se desenlaza, para usar los tres elementos clásicos de la factura del cuento.
Y el otro asunto es el final. Se ha hablado siempre del final del cuento y se dice, en muchas oportunidades, que el final constituye el cuento, lo que puede ser cierto, siempre que se le añada que condicionado el final al principio.
Volvemos a Baudelaire para manifestar que en el cuento, en apoyo a lo expresado anteriormente, la impresión final se prepara. Y se prepara con el principio. Si la primera frase – dice Baudelaire –no está escrita con el fin de preparar la impresión final, el cuento será defectuoso.
Esta circunstancia abona la afirmación de la dificultad de este género literario en que nos ocupamos, que se llama cuento. No está permitido al cuentista el uso de una palabra que no contenga una intención obligada por el final. Es decir, el final del cuento obliga al uso delas palabras siempre que ellas tiendan –contenga una intención– directa o indirectamente hacia un propósito predeterminado, que es el cierre del cuento. O dicho de otra manera, toda circunstancia, ya sea idea o palabra, juega en el cuento la obligación de completar un propósito que se determina de antemano.
Apunta Carlos Mostrangelo que cuando el lector de un cuento vuelve la hoja para seguir leyendo, y el autor lo ha terminado ya, sucede lo peor al lector, al cuento y, sobre todo, al cuentista.
El interés del cuento reside en el acto de relatar, manifiesta Lancelotti. La narración es el estilo. Por esta razón es que en el cuento se siente la presencia del relator, situación que no se da en la novela. En el cuento, repetimos, el suceso es todo y el cuentista es un intérprete que se interpone entre el acontecimiento y el lector. Al manejar al primero logra el interés del otro.
Si originariamente el cuento sirvió para divertir a un público – de ahí toda la tradición oral recogida por tantos autores: Hermanos Grimm, Calleja y otros; Carmen Lyra, María Leal de Noguera en nuestro medio – debe servir, también en la actualidad, para un fin similar, aunque se le haya variado su estructura y su mismo sentido.
De ahí la importancia de revestir al cuento. Y surge, necesariamente, el aspecto de la poesía en el cuento y de los elementos discursivos en la poesía. El cuento contemporáneo – como expresa Barathes – disfruta ahora del placer del texto, del cuerpo de las palabras y de la combustión del idioma. O, dicho por Cortázar, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugosidad en una permanencia.
Destaca Luis Ponzo, al advertir que un cuento puede encerrar tanta poesía como narrativa y un poema tantos elementos discursivos como poéticos, a Cardenal y Ezra Pound y a Güimares Rosa, Rulfo y José Revueltas y estos autores nos devuelven al tema de las palabras y, en consecuencia, a la tarea profunda del cuentista, cual es la de colocarlas, en virtud de un texto, de un asunto y de un final.
Hay palabras de palabras. Incluso se dice que hay palabras que no son poéticas, por su sonoridad, o significado, o mal uso que se hace de ellas. Eso no es cierto y puede demostrarse si se saben usar, si poéticamente se les incorpora al cuento o a la poesía. Si la palabra –para volver a Baudelaire –disfruta de ese pase que le permita remitir a la intención, forjar el final o redondear el asunto. Y en cuento, repetimos, la palabra es verdugo, pero también tabla salvadora, cuando ella logra el deslice para contribuir a la estructura de un cuento.
Si regresamos a los conceptos anteriores, del principio y fin del cuento, debemos tener presente que el desenlace se prepara en el inicio mismo del relato. Bien puede ser un final imprevisto, adecuado o natural. Siempre, recordemos, el final es el cuento.
Yo quisiera, no más como ejemplo, reforzar esta tesis del desenlace como consecuencia directa y subordinada al principio, con este paradigma de García Márquez, en El coronel no tiene quien le escriba:
Inicio: El Coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Final: La mujer se desesperó.
“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía.
- Dime, qué comemos.
El Coronel necesitó setenta y cinco años – los setenta y cinco años de vida, minuto a minuto – para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: - Mierda.
El cuento, en Costa Rica, se enmarca desde luego dentro de estas generalidades. Ha sufrido, como en cualquiera otra parte, el proceso iniciado con ols cuadros de costumbres, hasta llegar a nuestros días, de igual manera que ha transcurrido en el resto del mundo. Costa Rica, en cuento, no está atrás ni adelante, con toda su historia y vicisitudes.
Recientemente dos escritores extranjeros expresaron que Costa Rica no tenía un Rubén Darío y que no había dado un Miguel Ángel Asturias todavía. Olvidaron esos señores que los dos genios de la literatura citados no pueden ser, si me permiten la expresión, parámetros para definir lo que hemos o no hemos hecho.
Si me permiten vuelvo a Bosch. Bosch dice que se puede comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a hacer cualquier diligencia. Antes de salir ha pensado qué camino seguirá, por cuales calles ha de pasar, que vehículo ocupará, a quién va a dirigirse, qué le dirá.
El hombre, como el cuento, lleva un propósito definido, un fin. No ha salido a ver qué encuentra, sino que lo ha hecho porque sabe lo que busca.
Pero, no obstante la comparación de Bosch, se interpone entre el hombre del ejemplo y el cuentista un elemento ya dicho, que es la técnica, el modo de hacer las cosas. Baudelaire lo enfoca a la perfección cuando dice que el artista, si es hábil, no ajustará sus pensamientos a los incidentes, sino que, habiendo concebido deliberadamente, con placer, un efecto a producir, combinará los elementos más apropiados, a su gusto y bajo su dirección. Es decir, jugará por dentro del camino, sin ignorar en ningún momento cual es el fin, pues hacia él se encamina, de tal modo que sus trancos son también los del lector, que sigue la aventura con una dimensión distinta, pues no sabe de antemano ni la ruta ni la parada final.
Y entramos a tres aspectos básicos del cuento: la unidad de tiempo, de espacio y de asunto. El núcleo esencial y el final.
El cuento transcurre siempre en un tiempo corto –o acortado- en un espacio definido y con un asunto concreto. A diferencia de la novela, el tiempo en el cuento se concentra, ya sea extendiéndose en su espacio corto –un día, una tarde, un instante –o refundiéndose un transcurso largo con una aceleración atropellada o, formalmente reducida. En el cuento no interesa la extensión. Interesa el suceso. El compone el todo. Mario Lancelotti lo define bien cuando apunta que una novela puede reposar en las manos y que un cuento es una operación estricta del ojo.
El otro aspecto enumerado es la unidad en el espacio: el cuento siempre es de un mismo lugar o región. No tiene la facilidad de la novela, que puede extenderse, si se quiere, por toda la geografía del mundo. El cuento se ubica en una zona y ahí juega su tarea. Allí principia, se anuda y se desenlaza, para usar los tres elementos clásicos de la factura del cuento.
Y el otro asunto es el final. Se ha hablado siempre del final del cuento y se dice, en muchas oportunidades, que el final constituye el cuento, lo que puede ser cierto, siempre que se le añada que condicionado el final al principio.
Volvemos a Baudelaire para manifestar que en el cuento, en apoyo a lo expresado anteriormente, la impresión final se prepara. Y se prepara con el principio. Si la primera frase – dice Baudelaire –no está escrita con el fin de preparar la impresión final, el cuento será defectuoso.
Esta circunstancia abona la afirmación de la dificultad de este género literario en que nos ocupamos, que se llama cuento. No está permitido al cuentista el uso de una palabra que no contenga una intención obligada por el final. Es decir, el final del cuento obliga al uso delas palabras siempre que ellas tiendan –contenga una intención– directa o indirectamente hacia un propósito predeterminado, que es el cierre del cuento. O dicho de otra manera, toda circunstancia, ya sea idea o palabra, juega en el cuento la obligación de completar un propósito que se determina de antemano.
Apunta Carlos Mostrangelo que cuando el lector de un cuento vuelve la hoja para seguir leyendo, y el autor lo ha terminado ya, sucede lo peor al lector, al cuento y, sobre todo, al cuentista.
El interés del cuento reside en el acto de relatar, manifiesta Lancelotti. La narración es el estilo. Por esta razón es que en el cuento se siente la presencia del relator, situación que no se da en la novela. En el cuento, repetimos, el suceso es todo y el cuentista es un intérprete que se interpone entre el acontecimiento y el lector. Al manejar al primero logra el interés del otro.
Si originariamente el cuento sirvió para divertir a un público – de ahí toda la tradición oral recogida por tantos autores: Hermanos Grimm, Calleja y otros; Carmen Lyra, María Leal de Noguera en nuestro medio – debe servir, también en la actualidad, para un fin similar, aunque se le haya variado su estructura y su mismo sentido.
De ahí la importancia de revestir al cuento. Y surge, necesariamente, el aspecto de la poesía en el cuento y de los elementos discursivos en la poesía. El cuento contemporáneo – como expresa Barathes – disfruta ahora del placer del texto, del cuerpo de las palabras y de la combustión del idioma. O, dicho por Cortázar, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugosidad en una permanencia.
Destaca Luis Ponzo, al advertir que un cuento puede encerrar tanta poesía como narrativa y un poema tantos elementos discursivos como poéticos, a Cardenal y Ezra Pound y a Güimares Rosa, Rulfo y José Revueltas y estos autores nos devuelven al tema de las palabras y, en consecuencia, a la tarea profunda del cuentista, cual es la de colocarlas, en virtud de un texto, de un asunto y de un final.
Hay palabras de palabras. Incluso se dice que hay palabras que no son poéticas, por su sonoridad, o significado, o mal uso que se hace de ellas. Eso no es cierto y puede demostrarse si se saben usar, si poéticamente se les incorpora al cuento o a la poesía. Si la palabra –para volver a Baudelaire –disfruta de ese pase que le permita remitir a la intención, forjar el final o redondear el asunto. Y en cuento, repetimos, la palabra es verdugo, pero también tabla salvadora, cuando ella logra el deslice para contribuir a la estructura de un cuento.
Si regresamos a los conceptos anteriores, del principio y fin del cuento, debemos tener presente que el desenlace se prepara en el inicio mismo del relato. Bien puede ser un final imprevisto, adecuado o natural. Siempre, recordemos, el final es el cuento.
Yo quisiera, no más como ejemplo, reforzar esta tesis del desenlace como consecuencia directa y subordinada al principio, con este paradigma de García Márquez, en El coronel no tiene quien le escriba:
Inicio: El Coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Final: La mujer se desesperó.
“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía.
- Dime, qué comemos.
El Coronel necesitó setenta y cinco años – los setenta y cinco años de vida, minuto a minuto – para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: - Mierda.
El cuento, en Costa Rica, se enmarca desde luego dentro de estas generalidades. Ha sufrido, como en cualquiera otra parte, el proceso iniciado con ols cuadros de costumbres, hasta llegar a nuestros días, de igual manera que ha transcurrido en el resto del mundo. Costa Rica, en cuento, no está atrás ni adelante, con toda su historia y vicisitudes.
Recientemente dos escritores extranjeros expresaron que Costa Rica no tenía un Rubén Darío y que no había dado un Miguel Ángel Asturias todavía. Olvidaron esos señores que los dos genios de la literatura citados no pueden ser, si me permiten la expresión, parámetros para definir lo que hemos o no hemos hecho.
Costa Rica, dentro de sus problemas, se ha desarrollado bien en el campo de la narrativa. Se inició como cualquier otro país de América –y Darío y Asturias son americanos –con los cuadros de costumbres, muy en uso en esos albores de la formación de los países, por cuanto la intelectualidad del comienzo, europeizante por su oportunidad de estudio, encontró en nuestros campos vetas riquísimas de explotación de lo nuestro. Pero de ahí fue surgiendo la narrativa costarricense, repito, similar a la de los otros países. Se sigue desarrollando acorde con el desarrollo mismo del país y alcanzará mayores alturas cuando se dé con más énfasis del proceso de industrialización, vinculada desde luego al factor económico que es consustancial a la creación en el campo del arte.
Si se inició, como se dice, con Manuel Argüello Mora en 1884, para tomar impulso a principios de siglo con Manuel González Zeledón, Ricardo Fernández Guardia, Manuel de Jesús Jiménez y Carlos Gagini, continuó, después, su ascenso positivo: Fabio Baudrit, Teodoro Quirós, Alejandro Alvarado Quirós, Carmen Lyra, Joaquín García Monge, para citar no más a los anteriores a 1920.
Dentro del Costumbrismo de Argüello Mora y de Magón, dentro de los cuadros históricos de Manuel de Jesús Jiménez y Fabuio Baudrirt, encontramos verdaderos cuentos, en el más absoluto sentido de su significado.
Puede nuestra literatura vanagloriarse con joyas como el Clis de Sol y La Propia, de Magón. Puede demostrar que a principios de siglo el cuento se cultivaba con galanura y estilo.
Puede enorgullecerse de la producción en este género de García Monge y de Carmen Lyra. Puede afirmar, incluso, que las promociones más recientes avanzan en el cultivo del género, con pasos firmes y prometedores.
Puede lucirse con Carlos Salazar Herrera y con Fabián Dobles.
El cuento, como cualquier otro género literario, guarda comunicación con la época en que le corresponde desenvolverse. En este sentido, es lógico, se ubica en escuelas y así nuestro cuento vivió sus épocas en sus momentos propicios. Hoy no puede no tomarse en cuenta esta situación y mucho menos concluir que Costa Rica, en el género, se mantiene a la zaga, por tantas razones como se enfilan para juzgar una producción que me permitió calificar de excelente.
En la actual época de cambio, nuestro cuento se amalgama – al igual que los otros géneros – con el viento del día. Quiere esto decir que se coloca en el campo de la revolución, pero como él debe colocarse: como instrumento de lucha, entendiéndolo no panfletario ni de consigna, ni con la pretensión de constituir camino único, sino en la dimensión dada creo que por Miguel Hernández, de arma del pueblo.
Pasando por las variantes del realismo, nuestro cuento sufre en estos momentos un impacto duro. Y el impacto no significa en absoluto, ni implica, una tendencia a eliminarlo tal y como es para hacerlo tal y como debe ser, como a veces alguien se aventura en afirmarlo. Los intentos por modificar casi hasta la transformación total, ha sido intento fallido – o por fallar – en muchas ocasiones, sobre todo cuando se considera que escribir bien es hacerlo siguiendo las pautas de las últimas oleadas de la moda, del último grito del consumo de los “entendidos”.
Permítanme que repita un concepto: Renovar el cuento, variarlo en su técnica, puede ser genial. Puede conducir a cualquier género literario tal vez todavía no inventado, pero deja de ser cuento. Y repito, asimismo –repito mejor dicho a Bosch- que el cuento tolera innovaciones únicamente de los autores que dominan lo más esencial de su estructura.
Dentro de esta concepción se encuentra lo mío, que para definirlo se me invitó a esta charla.
Yo concibo el cuento partiendo de la definición de Bosch, pero con la iluminación que le da Cortázar de temblor de agua dentro de un cristal. Será por que eso que admiro a Salazar Herrera. Será por eso que me cuesta tanto renunciar al tema del campo y del paisaje, aunque por ese tema se me haya considerado que no evoluciono. Seguiré en mi necedad –casi obsesión- de la narración para el pueblo. Que me lean los que saben leer como se toma agua de un manantial fresco y no los que esculcan en las profundidades del relato, en búsqueda de cosas raras que por estar a la moda consideran de obligación consignarlas. Quiero decir que me gusta escribir para la mayoría y no para los entendidos. Que estos se entiendan entre ellos. Yo prefiero un auditorio de gente corriente, que sabe participar la inspiración, sentir la lágrima y compartir la sonrisa.
Alberto Cañas dijo en una oportunidad que yo escribo como al lector costarricense le gusta que escriban. Nunca encontré ningún sentido critico en esa afirmación, sino más bien la consideré y la sigo considerando, como una evaluación justa.
Alfredo Vincenzi expresó, en otra oportunidad, que si yo no hubiese sido escritor hubiese sido un hábil paisajista. Esta bondad desbordante de Alfredo obedece, más que todo, al tratamiento que yo le doy al paisaje, al uso que hago de la metáfora.
En eso estoy.
Sigo escribiendo, ajeno a manifestaciones para que me coloque dentro de la onda.
Tengo mi clientela y a ella me debo.
Eso es todo lo que puedo decir en relación con mi aporte al cuento costarricense.
Si se inició, como se dice, con Manuel Argüello Mora en 1884, para tomar impulso a principios de siglo con Manuel González Zeledón, Ricardo Fernández Guardia, Manuel de Jesús Jiménez y Carlos Gagini, continuó, después, su ascenso positivo: Fabio Baudrit, Teodoro Quirós, Alejandro Alvarado Quirós, Carmen Lyra, Joaquín García Monge, para citar no más a los anteriores a 1920.
Dentro del Costumbrismo de Argüello Mora y de Magón, dentro de los cuadros históricos de Manuel de Jesús Jiménez y Fabuio Baudrirt, encontramos verdaderos cuentos, en el más absoluto sentido de su significado.
Puede nuestra literatura vanagloriarse con joyas como el Clis de Sol y La Propia, de Magón. Puede demostrar que a principios de siglo el cuento se cultivaba con galanura y estilo.
Puede enorgullecerse de la producción en este género de García Monge y de Carmen Lyra. Puede afirmar, incluso, que las promociones más recientes avanzan en el cultivo del género, con pasos firmes y prometedores.
Puede lucirse con Carlos Salazar Herrera y con Fabián Dobles.
El cuento, como cualquier otro género literario, guarda comunicación con la época en que le corresponde desenvolverse. En este sentido, es lógico, se ubica en escuelas y así nuestro cuento vivió sus épocas en sus momentos propicios. Hoy no puede no tomarse en cuenta esta situación y mucho menos concluir que Costa Rica, en el género, se mantiene a la zaga, por tantas razones como se enfilan para juzgar una producción que me permitió calificar de excelente.
En la actual época de cambio, nuestro cuento se amalgama – al igual que los otros géneros – con el viento del día. Quiere esto decir que se coloca en el campo de la revolución, pero como él debe colocarse: como instrumento de lucha, entendiéndolo no panfletario ni de consigna, ni con la pretensión de constituir camino único, sino en la dimensión dada creo que por Miguel Hernández, de arma del pueblo.
Pasando por las variantes del realismo, nuestro cuento sufre en estos momentos un impacto duro. Y el impacto no significa en absoluto, ni implica, una tendencia a eliminarlo tal y como es para hacerlo tal y como debe ser, como a veces alguien se aventura en afirmarlo. Los intentos por modificar casi hasta la transformación total, ha sido intento fallido – o por fallar – en muchas ocasiones, sobre todo cuando se considera que escribir bien es hacerlo siguiendo las pautas de las últimas oleadas de la moda, del último grito del consumo de los “entendidos”.
Permítanme que repita un concepto: Renovar el cuento, variarlo en su técnica, puede ser genial. Puede conducir a cualquier género literario tal vez todavía no inventado, pero deja de ser cuento. Y repito, asimismo –repito mejor dicho a Bosch- que el cuento tolera innovaciones únicamente de los autores que dominan lo más esencial de su estructura.
Dentro de esta concepción se encuentra lo mío, que para definirlo se me invitó a esta charla.
Yo concibo el cuento partiendo de la definición de Bosch, pero con la iluminación que le da Cortázar de temblor de agua dentro de un cristal. Será por que eso que admiro a Salazar Herrera. Será por eso que me cuesta tanto renunciar al tema del campo y del paisaje, aunque por ese tema se me haya considerado que no evoluciono. Seguiré en mi necedad –casi obsesión- de la narración para el pueblo. Que me lean los que saben leer como se toma agua de un manantial fresco y no los que esculcan en las profundidades del relato, en búsqueda de cosas raras que por estar a la moda consideran de obligación consignarlas. Quiero decir que me gusta escribir para la mayoría y no para los entendidos. Que estos se entiendan entre ellos. Yo prefiero un auditorio de gente corriente, que sabe participar la inspiración, sentir la lágrima y compartir la sonrisa.
Alberto Cañas dijo en una oportunidad que yo escribo como al lector costarricense le gusta que escriban. Nunca encontré ningún sentido critico en esa afirmación, sino más bien la consideré y la sigo considerando, como una evaluación justa.
Alfredo Vincenzi expresó, en otra oportunidad, que si yo no hubiese sido escritor hubiese sido un hábil paisajista. Esta bondad desbordante de Alfredo obedece, más que todo, al tratamiento que yo le doy al paisaje, al uso que hago de la metáfora.
En eso estoy.
Sigo escribiendo, ajeno a manifestaciones para que me coloque dentro de la onda.
Tengo mi clientela y a ella me debo.
Eso es todo lo que puedo decir en relación con mi aporte al cuento costarricense.
Charla para su grupo de El Café Cultural, Octubre, 1977.
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Francisco Zúñiga Díaz. 12 de julio de 1931, Rabo Mono de Esparza, decía él, San José, 20 de mayo, 1997
Francisco Zúñiga Díaz. 12 de julio de 1931, Rabo Mono de Esparza, decía él, San José, 20 de mayo, 1997
1977 Funda El Café Cultural Francisco Zúñiga D. Escritor, ensayista e investigador costarricense.
Uno de sus seudónimos de trabajo fue el de T.Joroba.
Libros Publicados
Trillos y nubes San José, C.R. : Imprenta Tormo (1964) Cuento
La mala cosecha, Santiago, Chile (1967) Cuento
Los Dos Minutos y otros cuentos, San José : Editorial de Costa Rica (1976) Cuento
Sonetos de amor en bicicleta, Autor: T. Joroba. San José: Ediciones Dromedario (1977)
El viento viejo, San José : Editorial de Costa Rica (1978) Cuento
El soneto en la poesía costarricense, San José: Editorial Universidad de Costa Rica(1978) (Antología)
Geografía sencilla, San José: Editorial de Costa Rica (1980) Poesía
Carlos Luis Sáenz: el escritor, el educador y el revolucionario, San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1983)
Todos los días, Cuentos, San José: Editorial de Costa Rica (ECR) (1983)
Yo no tengo ningún muerto, San José, C.R. : Editorial Presbere, (1986) Cuentos.
La encerrona de la chupeta y otros desbarajustes, San José: Editorial Universidad Estatal a Distancia (UNED), (1994)
Cuentos Prohibidos, Autor: T. Joroba; San José : Ediciones Zúñiga y Cabal, (1994) Cuento
El amor y algunos entredichos Autor: T. Joroba y F. Zele.; San José : Ediciones Zíñiga y Cabal, (1995)
Cuentos de patria y muerte, San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1995) Cuento
... Y hubo un pueblo de niños San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1995) Novela.
Transcribió: Ana Wille, para La Coleccionista de Espejos
2 comentarios:
En conmemoración a su ausencia...
Esta es la tercera vez en que escribo este comentario. Pobre de nosotros los modelos cuarentas pues nos come la tecnología.
Que bien Delia. Me agrada sobremanera que se publiquen los escritos de don Chico.
Aunque no estoy de acuerdo con algunas de sus apreciaciones en torno al cuento admiro la multplicidad de sus fuentes. Me parece que Edgar Allan Poe es el gran ausente. Estas observaciones pueden servir para que reflexionemos. y nos volvamos mejores críticos y lectores entrenados. Algunas de mis reservas nacen del hecho innegable de que el tiempo ha pasado, algunas de las premiss parecen absolutos y la experiencia me ha demostrado lo contrario. Me gusta muchísimo como don chico "raja" y defiende a nuestra Costa Rica y a su literatura. Eso hace falta hoy. Además justifica su defensa a nuestras letras. Franklin Perry
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