jueves, 8 de julio de 2010

Don Chico...

TJoroba Yorleny Madrigal

En Pueblo chico; todos se conocen…
Y es que así fue como pude acercarme a la familia de don Chico, conocerle más, aún después de que ya no caminaba por esta tierra.
Cuando inicié mi trabajo de tesis, sobre su ya había escuchado hablar de Francisco Zúñiga, un escritor que dio un aporte importante a literatura costarricense, por su participación y militancia política y su quehacer literario de quien fuera conocido en años posteriores a la efervescencia política social del país como T.Joroba en la segunda mitad del siglo XX; poco después, lamentablemente ya había dejado de estar entre nosotros…
Como mi intención era sistematizar su obra en un mismo registro que permitiera visualizar su toda su proyección nacional, y buscando, buscando contacté con Dlia Mc Donald, estudiante y promotora de Don Chico, como le decían los amigos, quien me presentó con Adela y María Esther Zúñiga Díaz.
Lo que inició como una reunión de trabajo, y una visita llena de gentileza en casa de ellos, nos dimos cuenta que teníamos conocidos muy cercanos a ambas familias, pues Don Chico siempre fue un buen amigo de Fernando Zeledón, pariente de mi esposo, así es como nace una afinidad y amistad que ha perdurado por más de diez años.
Aun recuerdo verlo, con su cigarro en la boca y el infaltable paraguas, más que para protegerse de la lluvia, lo usaba de bastón solapadamente y es que aún en su enfermedad decía: “aunque me lleve a la tumba, no lo puedo dejar, este es mi único vicio después de la escribir”. Fue un maestro de vocación, se le recuerda más por sus enseñanzas en los talleres que por su obra, y es que ese era don chico, jocoso, amigo, compartiendo siempre lo que sabía, fiel, compañero.
En las actividades del Café Cultural organizando acciones para dar a conocer las nuevas semillas de escritores que se forjaban a la luz de esta casa. Nunca decía que no, bajo la lluvia, desplazándose sin importar las distancias al dele o a pata como solía decir para apoyar a sus párvulos.
Para sus hermanas era él que las hacía reír y les daba esa seguridad que todo estaba bien, a sus sobrinos era el que deshacía la etiqueta en las reuniones familiares protocolares, iba contra toda reverencia rompiendo el silencio en la mesa con una frase que hacía reventar de risa hasta el que se mordía la boca o se pellizcaba para poder abstenerse, sobre todo cuando la abuela quería lucir sus dotes de alcurnia y exigente magistralidad.
Ese era don Chico… su labor intelectual la consagró a impulsar el desarrollo de la cultura y es que además de escritor su participación en la pluma sonriente le permite incursionar en la caricatura, dándole esa picardía muy tica a personajes creados por Hugo Días y Fernando Zeledón reconocidos caricaturistas nacionales.
Para los negocios a pesar de ser contador de profesión no tenía la mínima idea de cómo cerrar con superávit sus ediciones, si publicaba 100 libros 80 donaba y veinte vendía,… que carajo, yo para lo que sirvo es para enseñar y escribir, por dicha no dependo para comer de mis libros, porque sino, nos morimos…
Sus escritos se han caracterizado por ser trabajos de gran calidad humana y solidaridad, siempre comprometido con la denuncia social y es que nunca se olvidó de sus raíces, ajenos de cualquier especulación formal y artificiosa, en ellos recrea los pequeños y cotidianos momentos del hombre de una manera fluida que nos identifica con los campesinos y los que viven en las zonas urbanas.
Don Chico... una década después... Franklin Perry Perry
A teresita Marroquín, por lo que significó para nosotros...
Durante los años 80, siendo profesor de literatura en una universidad privada, tuve por alumna a una joven muy inquieta y lo digo, porque después de someterme a un interrogatorio muy minucioso, relacionado con mis conocimientos literarios, contradiciéndome constantemente, por fin exclamó: por lo que veo aquí no voy a ganar una...”
Sin embargo, a la hora del receso se me acercó: -¿Conoce usted a Dn Francisco Zúñiga?
Al responderle que de momento no, ella me informó que por ser empleada del Instituto Nacional de Seguros, estaba en contacto con un grupo de escritores dirigidos por Zúñiga, y que por lo general se reunían en una casona, al costado noroeste del edificio principal del I.N.S., Café Cultural, me dijo, invitándome, pese que le expliqué, que yo soy profesor de literatura, no escritor con insistencia a que los visitara. Insistió tanto que al final decidí ir. Llegué solo y me presenté como tal, porque ella no estaba.
Jamás cesaré de agradecerle el haber propiciado tan feliz y fructífero encuentro. Porque no es lo mismo disertar sobre textos, autores, escuelas, géneros, etc, que asistir al mismo génesis de la obra literaria Ese simple conocimiento abrió para mí y mis alumnos, la oportunidad para llevar a la clase entera a las presentaciones teatrales, de libros y recitales de poesía, con entrevistas directas a autores, actrices, actores, entre otros. Por ese tipo de conocimiento que propicia don Chico, la oportunidad de hablar con Ana Poltronieri, Carmen Granados, Ana María Barrionuevo, Lily Guardia, Virginia Grüther, Francisco Zúñiga, Leda Cavallini, Alfonso Chase, Nury Gallegos de Jaramillo, Anita Herzfield, Dlia Mc Donald, Kiria Perry, Gloria Lucia Henao, entre muchos otro que fueron las entrevistas tipo periodísticas sino también de tipo humano, donde estos artitas como la araña del poema de Walt Whitman pusieron su fueron interno al descubierto para deleite y crecimientos de esos estudiantes y este último cultor del arte.
Don Francisco, Tío Chi, para sus sobrinos, fue polifacético y todo lo que hizo fue con propiedad: ensayista, articulista del Periódico LA PRENSA LIBRE, poeta, biógrafo, editor, promotor cultural, maestro de talleres literarios, desde San José hasta Guanacaste, asiduo lector, coleccionista de obras pictóricas y según cuentan sus amigos, entre ellos los Zeledón, padre e hijo, interesantísimo contertulio, además de hábil recolector y creador de sueños, fue una de las causas de que cuestionara muchísimas de mis conceptos literarios y, todo mi forma, más bien tradicionalista de enseñar análisis literario. Y es que Don Chico no teorizaba mucho; ejecutaba, acción que le permitía a uno ver y aprender. Era amante de la palabra, y más del español de Costa Rica; sentía animadversión por la cacofonía, no intencional, por el exceso de vocablos, los barbarismos, el gerundio inapropiado, el dequeo, las terminaciones “ia, aba, ón, o lo que el llamaba facilismo, y los textos sin pulir...
La tónica de sus talleres era simple. Quien fuera, leí su texto por primera vez. Luego dependiendo de la extensión se pasaba a la pizarra para que el creador tuviera oportunidad de verlo fuera de su óptica personal, para que posteriormente a cada asistente diera su opinión; siempre con carácter de critica constructiva. Desde el principio se le advertía al autor que lo dicho era con carácter de sugerencia, y debía guardar silencio hasta el final, y ello, porque su creencia personal de Don Chico, definía que un texto tenía que ser capaz de defenderse solo.
En ronda, todos pasábamos por la pizarra dando nuestra sugerencia, y al final, no sin antes recordarnos que la posición nuestra era la de primeros lectores críticos del texto, y que por ello, de ser posible, omitiéramos referirnos al fondo (las ideas del autor eran sagradas), Chico, tomaba la palabra para justificar los aciertos del texto y animar al concursante a seguir, jamás salió de su boca un eso no sirve, o cosa parecida. No era de ese tipo de educadores, no hablaba mal de otros escritores y menos se animaba a criticar a nadie cuando no estaba presente, y sus palabras iniciales, siempre fueron.... “pero si ese cuento terminó desde el párrafo anterior, o...¿Por qué añadir el verso tal, si anteriormente lo dijo y mucho mejor expuesto? Lo más común, fue escucharlo decir, guarde esa estrofa para otro texto, este verso, sería un excelente final para este poema, o cuento.
“¿Cuántas veces nos dijo, que las reflexiones no son del todo malas, pero no abusen de ellas... dejen que el lector piense por si mismo, no lo subestimen, porque para homilías se va a misa y para cátedra a clases...?” nunca le vi, salvo en una peregrina ocasión, rechazar o, cerrarle la puerta a nadie, porque para él todos teníamos algo que decir y había que escucharla. Paradójicamente, a pesar de que no le gustaba la rima forzada, era uno de los mejores sonetistas que he conocido, su fanatismo con ese arte lo hizo prácticamente resucitar, la obra de José Basileo Acuña, ahí sí, no admitía criticas de nadie.
Cuentista por excelencia, u indeleble conciencia social en el taller y en lo que escribía, era sutil, “si bien lo ideológico va implícito con lo que se escribe, no hay que someter a la gente a un bombardeo implacable...” , e imagino que eso lo ayudaba a ir más allá, sin despreciar las narraciones menores de radio y televisión, cuando tenía un texto por delante se identificaba con los personajes, el dialogo, y las situaciones recurrentes, y por consiguiente predecibles, de la gente común y corriente que pululaba por nuestras calles.
Chico Zúñiga no fue de aspavientos, simplemente cumplía con su deber. Era como un misionero trabajador, comprometido, incesante, callado, quizá por eso, y porque era constantemente confundido con Paco Zúñiga, no cosechó reconocimientos de que era merecedor, no obstante nada lo desanimo, como la Araña de Whitman, lanzaba filamento tras filamento, para ver dónde se adherían...
En un futuro, quizás Costa Rica quiera revisar su labor y reclamarlo para sí, finalmente, como es debido...
Francisco Zúñiga Díaz: Semblanza a Tres Voces Cristián Marcelo Sánchez
Tal vez he sido un fabricante de sueños, me digo cuando el tedio abre la puerta al humorismo triste, a la palabrería estúpida no pronunciada cuando justificamos la incapacidad de tener esperanza. Cuando Francisco Zúñiga Díaz publicó estas líneas estaba entrando en esa zona misteriosa que separa la vida de la muerte. Sin duda, nuestro Chico era un fabricante de sueños, un forjador de esperanzas; aquellos que lo conocimos no lo vamos a olvidar. Por el taller literario del Instituto Nacional de Seguros, pasaron una multitud de personajes, bromistas y fantasmas, que ahora a diez años de su muerte son difíciles de recordar, pero dejaron alguna huella en mi memoria. La casona que albergó el sueño de Francisco ahora es una bodega, o algo peor, un edificio de oficinas, en una zona dedicada al arte y la belleza.
Francisco Zúñiga Díaz era un maestro, y cuando lo digo –subrayo– un verdadero maestro, un apóstol de las letras, con la estatura de un Omar Dengo o un García Monge. Su vida la entregó a sus discípulos, hasta el último momento estuvo de pie, junto aquella gran mesa, frente a los maravillosos atardeceres de San José, escuchando, leyendo, indicando el logro, el milagro de la poesía o la narrativa. Nuestro Chico, porque no es solo mío sino de Toño Cardona, Henry López, William Flores, Dlia Mac Donald, Franklin Perry, Juan Áviles, Esther Villalobos, Guillermo Chaves, Minor Piedra, Germán Hernández, Gerardo Cerdas, William Garbanzo, Tatiana Herrera, Carlos Manuel Villalobos, Ani Brenes, Adela Quirós, Manuel Aguilar Vargas, Elliette Ramírez Alvarado, Paz Rodríguez, Carlos Bonilla Avendaño, José Pablo Luna, Juan Roberto Calderón Benavides, Vivian Acosta, Hiram Castro, Santiago Porras, Luis Gustavo Lobo, Flor Ramírez, Minor González, Joan Bernal, Alfredo Montero, Alfredo Trejos, Lorena Vargas, Paulo Aguilar, y otros muchos que el olvido no permite nombrar, porque huyen de mí como sombras de un gran mosaico de voces.
Conocí a Chico Zúñiga, cuando apenas tenía dieciocho años. En aquel entonces solo era un muchacho muy influenciado por Bécquer, con pobres lecturas de colegio, pero con muchos deseos de aprender el oficio. Francisco me acogió como a un hijo, con el aprendí que para ser un escritor había que dejar de lado el orgullo, sentarse frente a la hoja en blanco todos los días, aunque solo fuera para garabatear ojos, flores y árboles; escribir buscando la síntesis –el bien supremo– y tener el valor de mostrarlo a los otros, escuchar cada sugerencia con templanza, aprendiendo a valorar siempre el beneficio, la adjetivación exacta, y leer, leer, leer como si fuera una religión. Recuerdo que pasé siete años en el taller con Chico, siete años los martes y los jueves, de cuatro a ocho, leyendo poemas y cuentos. Era la segunda etapa del Taller, pues la primera había dado sus frutos hace muchos años. En mi época, cuando alguno se sentía grande, se marchaba solamente; yo creo que nunca me sentí grande, por eso me quedé con Chico. Al fin de cuentas, había que devolver con creces lo que él me había me enseñado en las tardes del Café.
Nuestro Chico –no hay que mentir– era un hombre de su época, un estalinista que añoraba las misas en latín, un intelectual que no quería ser considerado intelectual, pues en su juventud y dentro del partido era pecado ser intelectual; un socialista que descubrió que su acción social estaba en dedicar su tiempo y su energía a hacer un mundo mejor, es decir, enseñar a jóvenes, adultos y ancianos el difícil arte de las letras. Por esta razón, Chico no se quedó en San José. Recuerdo que decidió fundar un taller en San Ramón. Viajábamos todos los sábados por uno o dos años, para reunirnos en el museo y hacer lo que mejor sabía hacer: “tallerear” poemas y cuentos. Pero no, Chico quería ir más lejos, viajamos a las Juntas de Abangares, para ayudar a un amigo a fundar un taller para los muchachos del colegio. El quería establecer lazos más estrechos con los escritores de Guanacaste, con los de Pérez Zeledón, con los de Turrialba. Su sueño era formar una gran confederación de talleres literarios, para superar los problemas de comunicación entre la capital y las provincias. Pero para él esto no era suficiente deseaba ir más lejos romper las barreras de la edad, del género, la religión y la política, y que compartiéramos la literatura como lectores y escritores.
El Taller “Francisco Zúñiga Díaz” era un mosaico de voces, pues Chico supo inculcarnos el gusto por la lectura, pero también el respeto por el trabajo de los otros compañeros. Chico no era un santón, ni nosotros, su cofradía. Era un maestro a secas, y como tal, buscaba que cada uno de nosotros descubriera su voz, no importaba si se tenían quince o setenta años. La voz de un poeta es su marca personal, su estilo. Nuestra dinámica era simple, el poeta o cuentista leía su obra, si era poema se escribía en la pizarra, si era cuento se usaban copias. Después, Chico lo leía, y empezábamos una ronda de lecturas y sugerencias hasta que el último diera su opinión. Francisco cerraba la lectura con una síntesis, y el poeta decidía que tomaba o no. Gracias a su paciencia y dedicación todos desarrollamos estilos personales.
Creo que si Chico estuviera con nosotros se sentiría orgulloso de sus pupilos, pues cada libro, cada reconocimiento que recibimos, es un premio a su entrega. Francisco vive en cada uno de sus alumnos, pues despertó en nosotros el cariño, la admiración y el amor por su persona. Cuando leí: Es cierto. No tendremos una mesa amarilla / larga y oportuna / para decirnos cosas / ni el Chico prominente / que abría las sesiones / con ese dulce modo / del socialista claro. Gracias a Joan Bernal Brenes, recordé las tardes de taller y amistad, el café siempre oportuno, la camaradería de aquellos que hicimos nuestras primeras armas en el Taller. Es extraño que el hombre pueda despertar tanto amor a pesar de su ausencia. Chico nos hizo hermanos en las letras, no hay mayor alegría que ver como un hermano supera su libro anterior, cómo cada uno ha logrado incursionar en el mundo literario.
Aún ahora, cuando escribo, añoro las tardes de Taller, la maestría de Chico para dirigir una discusión sana y respetuosa. El Taller de Francisco Zúñiga Díaz fue para mí una experiencia única e irrepetible, en que logramos publicar una revista artesanal “Semblanza”, los desplegados por autor “Frondas” y la colección de libros “Biblioteca del café”, y logramos compartir la poesía, la amistad y el amor. No sé si algún día volveremos a tener un Francisco Zúñiga Díaz, pues él dejó una manera y un sentido de ver y trabajar la literatura. Nosotros –aquellos que lo conocimos– somos su legado. Sé que cada uno está orgulloso de nuestro Chico, renunciar a él es renunciar a su herencia.
Chico fue un maestro, quizás por eso sus amigos y pupilos celebramos su vida, porque sin él, sin su clara presencia nos sentimos un poco solos. Él supo darle un sentido único a la palabra amistad. Sin duda recoges lo que siembras, y el sembró amor y admiración. Sus hijos en las letras saludamos de pie al hombre que hizo posible nuestras obras. Chico siempre fue demasiado modesto, su figura pequeña se agiganta con el paso de los años, y esperamos que se desborde por el territorio nacional en poemas, cuentos y novelas
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