Miss Dayce peinaba la cabellera a una niña
crespa, estiraba el pelo con el peine y los colochos se enroscaban como
resortes y la mujer con aquella calma, en silencio, estiraba los brazos gordos
hasta donde le daban y volvía a peinar ese pelo que no se daba por vencido; la
mujer sabía que así era esa cabellera, que jamás entendería la intención del
peine ni la intención de sus manos y
brazos que no cesaban en su
empeño. Las dos mordían con sus blancos dientes el labio inferior, la niña se
levantó y gritó:—¡Ya déjeme ser como soy!
Por la ventana la niña negra miraba
allá a los pescadores tirar sus redes, esperar con paciencia el momento para
recogerlas y jalar los peces enredados, confundidos moviendo sus branquias, tratando de respirar en la red:—-¡Jala man,
jala la red con fuerza!...
Depositaban los pescados en un cajón
de madera forrado de latones, con hielo en el fondo, ahí congelarían aquella
carga, ahí terminaría el movimiento de los peces, la desesperación, mientras
los pescadores mostraban sus blancos dientes y hacían fuerza para evitar que
alguno brincara al suelo de la lancha, con la misma paciencia y desesperación
con que la mujer peinaba a la niña.
En otro sitio lejano unas niñas
bailaban tomadas de las manos, vestían de beige con zapatos de charol color
vino, medias claras y en la cabeza diademas con flores, daban vueltas y vueltas
como locas hasta caer mareadas, y yo viendo todos esos mundos tan distintos
como por un caleidoscopio. Las niñas también estaban peinadas con esmero pero
sus cabellos habían sido almidonados, no había colochos por ningún lado, a
ellas nadie les trataba el pelo con cepillo, les untaban gel y listo, se
acababan los colochos y las ideas; ahí todas las crespas parecían lacias.
Y yo encantada, observando esos mundos tan
distintos sin que nadie notara mi presencia, hasta que un baúl me llamó y me
pidió que lo abriera: me acuclillé y lo destapé, me encandiló el brillo de
muchas joyas de fantasía con luces vidriosas de colores, parecían preciosas, me
las colgué una encima de la otra.
Entonces apareció un hombre flaco
como una espina con nariz aguileña que, sin darme cuenta, sabía lo que yo
hacía.
–No podés llevarte ese tesoro… –¿Por qué?, yo
lo encontré aquí. El hombre puso el índice en su pecho y dijo: – Ese tesoro
pertenece a este sueño y, si te lo llevás, desbalancearías el peso de este
mundo y todos seríamos afectados, ¿entendés?. Usá las pulseras y collares tanto
cuanto dure tu sueño; como ves, aquí el tiempo no importa, lo que importa es
vivir. Y yo, enjoyada como una reina, tomé un cepillo, solté mi cabellera e
imité a la mujer de brazos gordos peinando a la niña crespa, pero mi pelo ya
estaba alisado y había perdido sus colochos. Recordé cuando me ponían los
zapatos de charol y lazos en la cabeza, me quité de encima los collares de
fantasía, y desaparecí del sueño…
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