Francisco Zúñiga Díaz
Según el decir de la abuela, el
Viernes Santo, después del descenso de la cruz, deben rezarse treinta tres
credos. Si se hace con devoción, explicó, se ganan indulgencias. Cuando le
pregunté que era eso, me salió con uno de sus enredos y consiguió, como siempre,
dejarme en babia.
El negocio de una rebaja de trescientos días por aburrirse tantísimo con el rece y rece, para mí, era chueco. Si uno se palma está la confesión y si no se confiesa, no lo dejarían nunca guindando en el purgatorio o de camino. La misma Abue pagaría las misas. Entonces, me preguntaba, ¿para qué el sacrificio de decir treinta y tres veces lo mismo?
Pero caí en la cuenta de que ella pitara antes, pues tenía derecho anticipado por su reviejera y hacer fila desde un cachimbal de años atrás. Así es que por lo que potis, no había que jugársela, y ante su convocatoria, llamándonos como si estuviera palmeando tortillas, antitos de las ocho, hora máxima de su acueste, corrimos.
Tamuga, no sabía, yo ni para qué,
sacó de debajo de la cama la bacinilla de la abuela. Luego me indicó que tomara
treinta y tres granos de maíz. Al final de cada credo, pin pin, se enchutaban
dos granitos -uno mío y otro de Tamu- en el recipiente.
Y así, pin pin, pin pin, ya íbamos como
por dieseis cada uno, cuando la abuela se nos incomodó: —Mantudos,
—dijo entre…padre todopoderoso y…creador del cielo y de la tierra: tengan
fundamento… Yo creo que se picaba de las ganas de tirarse sus
maicillos, pues posiblemente no veía divertido, según mi pensamiento, el conteo
tradicional con las pelotitas de tres misterios, del rosario. Digo esto porque,
a medio regaño, volteó la cara. Es un hecho que para esconder la risa.
Abue mandó a Tamuga, después de cumplir
la devoción, a echarle los sesenta seis maíces a las gallinas, pero no le
permitió que metiera la mano en el bacín, pues no dejaba de ser, le dijo, una
cochinada. Le encargó que le diera una lavadita.
Por lo visto lo que ella quería era
evitarse la molestia de hacerlo, pues se tiene su manera de manejarlo a uno sin
que el mandado se dé cuenta de que lo mandan. Sobre todo, Tamuga que no permitiría
nunca que le ocuparan en el bajo menester de lavar bacinillas.
Y hubo paz y gloria y chocolate. Y cada
uno de nosotros se abuchacó de un vale por indulgencias plenarias para el rebajín
cuando pateáramos el balde, apuntadas con el pin pin, pin pin, pin pin como
anuncio dada desde el mundo perecedero, por si arriba eran sortijas, o no
llevaban bien las cuentas.
Si alguno de ustedes no conoce a Tamuga,
no se ha perdido de nada: es más malo que la carne de pescuezo. Abuela lo
defiende, sobre todo cuando mi mamá lo repella porque se le desaparece algún menudo,
dejado por ella, como de costumbre, en cualquier parte.
—Si
lo hizo, que lo dudo, son travesuras, hija —le dice. —¡El chiquito
es un alma de Dios!
Mi mama, se encabrita por lo encubridora
que dice es abuela, y se va para la calle a continuar con su empeño de espantar
malos espíritus, como si fueran chapulines, haciéndoles un ruidal con la
pandereta.
En lo que Tamuga se refiere, mi
abuela, le disimulaba la mala costumbre de embolsarse chumines. Pero no aguanta
carga y se pudre cuando se le desaparecen cosas de la comedera, o medicinas. Que
las galletitas la mermelada, los confites, el cacao, el sirope, los limones
para el fresco, las naranjas.
Porque Tamuga es hartón y medio. Y como
hay que bajar el bocado para no atragantarse, para él no tiene inconveniencia si
es con fresco de limón, naranja, avena o, en el ultimo de los casos, citrato, o
sal de frutas.
Después de los treinta tres credos,
y del chocolate, casi se nos muere la abuela. —¡Hubieran oído qué grito! Y la
culpa la tuvo Tamuga, a quien los malos aires acompañen su alma cuando se vaya
derechito, sin decir ni cuio, para donde debe irse y los trescientos días de
indulgencia no le sirvan ni de curita.
El pato de la fiesta, como siempre,
fue yo, pues debí salir en carrera en busca de mi mamá, que andaba conmemorando
con sus amigas carismáticas la pasión del Señor, cosa que a mí no me gusta
porque me da mucho miedo verlas a unas colocadas en cruz, contra las paredes, y
otras espantando con ramas a los espíritus malignos, mientras desarmaban las
panderetas con pases de baile que para mí, son del mismísimo infierno.
Cuando llegamos, abuela le dijo a mi
mama: —Apareció el citrato. (En la mañana, por cierto, y perdonen que me salga
del canasto, abuela se llevó un colerón porque le gusta tomárselo en ayunas, para
algo del hígado, o yo qué sé). Le explicó después, lo del susto descomunal, infringido,
le dijo, por ese mocoso de mierda.
—El espanto mío, —le
concluye abuela—fue cuando el espumarajo me empujó hacia arriba. Y matizando
con su buen humor terminó riendo: apareció donde menos lo esperaba, ¡en la
bacinilla! Por lo menos no es cualquiera el que se refresca así por abajo...
Mi
mamá, dándole un cachimbazo a la pandereta, solo atinó a decir: —¡Alabado!¡Alabado!
Y Tamuga, casi babeándome una oreja, —¡Lavado es poco!...
Francisco Zúñiga Díaz. San José, 6 de diciembre de 1991.
De
historias del Infortunado Tamuga.
Inédito. Con permio de su hijo de su hijo Carlos
Zúñiga Sáenz
Trillos y nubes San José, C.R.: Imprenta Tormo (1964) Cuento.
La mala cosecha
Santiago, Chile (1967) Cuento.
Los dos minutos y
otros cuentos San José: Editorial de Costa Rica (1976) Cuento.
Sonetos de amor en
bicicleta Autor: T. Joroba. San José: Ediciones Dromedario (1977). Poesía.
El viento viejo San
José: Editorial de Costa Rica (1978) Cuento.
El soneto en la
poesía costarricense San José: Editorial Universidad de Costa Rica. (1978)
(Antología).
Geografía sencilla
San José: Editorial de Costa Rica (1980) Editorial de Costa Rica (ECR) Poesía.
Carlos Luis Sáenz:
el escritor, el educador y el revolucionario San José: Ediciones Zúñiga y
Cabal, (1983).
Todos los domingos.
Cuentos. San José: Editorial de Costa Rica (ECR) (1983).
Yo no tengo ningún
muerto. San José, C.R: Editorial Presbere, (1986) Cuentos.
La encerrona de la
chupeta y otros desbarajustes San José: Editorial Universidad Estatal a
Distancia (UNED), (1994).
Cuentos prohibidos.
Autor: T. Joroba; San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1994) Cuento.
El amor y algunos
entredichos. Autor: T. Joroba y F. Zele.; San José: Ediciones Zúñiga y Cabal,
(1995).
Cuentos de patria y
muerte San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1995) Cuento.
... Y hubo un
pueblo de niños San José: Ediciones Zúñiga y Cabal, (1995) Novela.
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