Colaboración del autor
Salón Dorado, 27 de agosto de 2015
Vernor: ¿Te acuerdas cuando querías ser como
Cortázar, escribir como se juega, jugar como se escribe? –diría, más o
menos, un poema cubano-. ¿Te acuerdas
cuando queríamos ser como Cortázar o, mejor aún, ser Cortázar?
Este año me han
sucedido cosas extraordinarias, un par de libros, sobrevivir a mí mismo, a la
vida, etcétera, y una de ellas es ver este libro publicado después de 30 años
de espera, aunque no sea el mismo libro. Nosotros, los de entonces, tampoco
somos los mismos. El túnel del tiempo se convierte a veces en un telescopio. Como
lo he contado en varias ocasiones y lo volví a contar en La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible:
“(Carlos) Catania nos reunió a la salida de su
taller de dramaturgia, en la Compañía Nacional de Teatro, y nos advirtió que
teníamos que presentar una novela. (Rodolfo ya tenía los borradores de lo que
sería La doble muerte de Ricardo Morúa),
pero a Bernard Kaver y a mí el anuncio nos sonó a una catástrofe. Ninguno de
nosotros tenía ni la más puta idea de lo que era una novela. Estábamos tan
entusiasmados por publicar en Seix Barral que a ninguno de los dos se nos
ocurrió detenernos a pensar que debíamos tener escrito algo que pudiera ser
editado.
Por si acaso, Bernie
había empezado a bocetar Simulacro de
incendio, que nunca publicó, y yo, con mayor dificultad, Los vasos comunicantes, que me tomaría años en finalizar y que
estaría formada por diez primeros capítulos”.
Los vasos comunicantes fue mi
primera novela –que se publicó bajo el título de Encendiendo un cigarrillo con la punta del otro en 1986- y
Bernard/Bernie Kaver(norio) es un juego de palabras que alude/elude a Vernor
Muñoz. Nuestro proyecto narrativo surgió de una disparatada propuesta que le
hizo el escritor argentino Carlos Catania a tres jóvenes escritores, en 1982 o
1983, en los términos que yo relato en mi libro.
De Simulacro de incendio, una novela que no fue, a Cómo ríe la luna, la novela que
presentamos esta noche y que en algún momento se llamó también Simulacro de incendio –y que termina con
uno-, hemos atravesado por toda suerte de crisis y mutaciones, de la década
perdida en Latinoamérica a la crisis financiera internacional, pasando por el
fin de la guerra fría, la caída del muro de Berlín y la decadencia de los
macrodiscursos, entre los cuales se encuentra el de la novela latinoamericana
épica. A pesar de todo eso, la narrativa no ha perdido su papel para explicar
el mundo. O, al menos, para darnos una imagen, una forma del mundo.
Por supuesto, eso no lo
entendíamos hace 35 años cuando estábamos demasiado cerca del nouveau roman, la novela experimental y
el aplastante y maravilloso boom y
nos obsesionaba el estilo y las técnicas narrativas. Sí, en efecto, las
técnicas y el estilo son importantes siempre y cuando sean transparentes y
estén al servicio de una buena historia. Contar lo que estábamos destinados a
contar nos ha tomado lo que explicaba laboriosamente Joaquín Gutiérrez en su taller
de: lo que yo llamo tinta-tiempo u horas-papel. Borradores, papeles
arrepentidos, libros, incertidumbre, comienzos y recomienzos. En este oficio el
que tenga miedo no debe comprarse un perro sino corregir, reescribir, sudar
gotas de tinta.
Vernor y yo hemos
compartido muchas cosas, algunas públicas, como un libro antológico, lecturas
de poesía, festivales literarios y viajes –que son en sí mismos un género
literario-, y otras cosas inconfesables y secretas. Por unas y por otras, por
lo que hemos olvidado y por la memoria y por una larga amistad que me precio de
aquilatar, estoy aquí esta noche para celebrar una primera novela. Una primera
novela de una larga madurez largamente fermentada.
En
La casa encendida, uno de los grandes
poemas de la poesía española, Luis Rosales dice: “…y Gerardo –ya sabéis que Gerardo quería llegar a ser
como un domingo cuando fuera mayor”. Y Vernor se nos hizo mayor.
Sé
que esta presentación es tal vez un poco demasiado excesivamente personal pero
en el próximo párrafo comenzaré a hablar de cosas importantes, que es como
Balzac, en palabras de Carlos Catania, se refería a la literatura.
A
Vernor le debo algunos regalos literarios que quizá él mismo no recuerde: me
llamó para avisarme de la muerte de Cortázar, el 12 de febrero de 1984 –algo
así como el principio del fin de una época-; me descubrió a José Emilio Pacheco
–sucedió en un closet de su apartamento en barrio México, dentro de un ejemplar
de Zona Franca, la revista venezolana en la que escribía Eunice Odio-; y me obsequió
Una noche con Hamlet del poeta checo
Vladimir Holan. Los tres regalos me han acompañado toda la vida y creo que a
Vernor también.
Cómo ríe la luna es un objeto estético
perfectamente acabado y, como Rayuela,
se divide en tres partes -“del lado de allá”, “del lado de acá” y “de todos
lados”, en la novela de Cortázar- y es una de las pocas obras de la narrativa
nacional que pone a dialogar el interior y el exterior de nuestra ideología
literaria. Como ustedes saben, la novela costarricense tiene fronteras muy
definidas: el valle central, el reducto de la nacionalidad, el kibutz
endogámico –diría Horacio Oliveira-, la isla final, entre el canal del tránsito
–el río San Juan- y el canal de Panamá, y lo que está más allá de Turrialba.
La
novela puede leerse como un mapa –el que figura en la edición de Uruk- que
comunica “el lado de allá”, que es el más allá de la novela costarricense
–Limón, el Caribe, el Atlántico-, con “el lado de acá”, el San José de la década de 1930, circunscrito
al triángulo que formaron el barrio La Dolorosa, El Pacífico y La Soledad o Paseo
de los Estudiantes, pero al mismo tiempo maravillosamente leído a través de un
retrato de las clases emergentes y de la cultura popular del siglo XX.
Quizá
lo más asombroso de esta novela, aparte del aliento de verosimilitud que
trasuntan sus páginas, sea la estructura, que entremezcla elementos de novela
epistolar, literatura social, intriga política y trama de misterio para contar
una historia compleja, en red, centrada en tres parejas de personajes –y una
mulata hecha de la materia de la que están hechos los sueños-, y a la vez
abierta a múltiples personajes, escenarios, subtramas, situaciones e
interpretaciones.
Si
la generación de escritores de la que formamos parte Vernor y yo se ha ocupado
extensamente de la decadencia urbana de San José, en una primera etapa
narrativa, Cómo ríe la luna es parte
de otro momento, que no pretende volver al pasado desde el registro de la
nostalgia o de la corrosión sino recuperar la sensación del presente, de un
presente que se nos escapa y se vuelve irreal.
No
hay nostalgia en las páginas de Cómo ríe
la luna sino un mundo narrativo propio que se entreteje con una realidad
que, probablemente, para la mayoría de sus lectores en el siglo XXI, sea imaginaria. El mapa, que
incluye la edición impresa, es un truco mnemotécnico, un artificio de una
ciudad que, hasta que inició su autocanibalización, en la segunda mitad del
siglo XX, se entendía a sí misma, en un lenguaje arquitectónico y urbanístico
coherente.
Cómo ríe la luna recorre la historia
social costarricense, de la lucha por el sufragio femenino, el nacimiento del
Partido Comunista, la Gran Huelga Bananera de 1934 –como la llama Calufa, el
gran Calufa- y las persecuciones contra la oposición en la última
administración Jiménez Oreamuno –a punta de cinchazos-, a la promulgación del salario
mínimo y la influencia de los intelectuales y escritores socialistas y
antiimperialistas en el espacio público. Lo hace a partir de una brillante
caracterización de personajes y ambientes ideológicos, arduamente investigada y
cuidadosamente urdida en los entresijos de la intriga principal y del espíritu
de la época que resulta memorable, gracias al artificio narrativo.
Leyendo
esta novela es posible leer de otra forma –releer, que es la tarea primordial
de la tradición literaria- la década de 1940 y las textos que, desde Mamita Yunai (1941) a Murámonos Federico (1974) –y el ciclo
posrevolucionario de Quince Duncan, Julieta Pinto y Gerardo César Hurtado-,
generaron los acontecimientos de la reforma social, la guerra civil y la
instauración del periodo desarrollista posterior.
La
dosificada alusión a la violencia, tan ajena a nuestra historia literaria,
cuando no se habla de Limón –y la otredad-,
es el resultado de un discurso literario denso y bien hilvanado, en el
que los personajes hablan por ellos y no por sus ideologías o estereotipos.
La
novela recrea una ciudad –utópica, tal vez-, que es real porque es imaginable,
que cabía en un 1% o en un 2% en el Teatro Raventós. Una ciudad cuyos puntos
cardinales eran La Mata de Tabaco y La Eureka, cerca del Mercado Central, y que
discurría entre un queque de higos de La Garza y el pan de Curling. Para
quienes no se enfrentaban con la fiebre amarilla de las plantaciones bananeras,
el mundo se extinguía en Las Pavas, un micromundo que permaneció casi
inalterable hasta la urbanización de la hacienda Rohrmoser, para llegar a El
Diamante, La Perla y La Esmeralda –que eran cafeterías y no joyerías-.
En una esquina del
Parque Central, El Sesteo se llenaba cada noche al compás de la orquesta de
Gilberto Murillo, quien en 1959 se la vendió a su saxofonista y director
musical, por mil colones, y el cual la convirtió en un nombre que quizá ustedes
reconozcan: La Fabulosa de Otto Vargas.
En
ese mundo, Cómo ríe la luna sabe
extraer una fibra vital que nunca decae y que entremezcla la intimidad personal
de sus personajes con el trasfondo político, social y cultural. Como se hará
patente en la década siguiente, las pugnas por el gusto musical y luego político-partidario
se dirimían en las ondas de radio, en las estaciones Alma Tica, Titania –ferozmente
anticalderonista en los cuarentas- y La Voz de la Víctor, del nunca bien
ponderado Perry Girton, celebérrimo e inolvidable distribuidor de películas de
Hollywood.
Cómo ríe la luna es una novela que viaja
en el tiempo y en el espacio, pero que lo hace en tranvía y, en virtud de sus
personajes, en taxi, y debo confesar mi predilección por este sesgo de clase
media. No es un libro sobre las capas populares, como Ese que llaman pueblo (1942)
de Fabián Dobles o A ras del suelo
(1970) de Luisa González –publicado décadas después de escrito-, sino sobre
los grupos emergentes que conocerán su época de oro en la segunda mitad del
siglo XX.
Digo
que no puedo evitar este sesgo de clase media porque el conmovedor retrato que
hace Vernor de un sociedad de maestras, secretarias o costureras –porque muy
poco más podía hacer una mujer en la Costa Rica de hace 80 años- es el de mi
familia, el de mi madre, el de mis tías y primas mayores. Muchos de los
acontecimientos insignificantes que cuenta la novela y que hilvanaron la
infinita trama de Penélope de la espera femenina, durante siglos, se los
escuché a las grandes mujeres de mi vida en el mismo tono de pequeña confesión,
de épica mínima, de epopeya cotidiana o irrelevante tragedia con que hace casi
un siglo se aceptaban las cosas irremediables de la existencia.
La
década de 1930 es también la época de Latinoamérica, como queda palpable desde
el título. El nacionalismo latinoamericano, surgido tras la revolución
mexicana, cobra vida en el tango, la canción ranchera y la música tropical, e invade
las ondas de radio y películas memorables como El prisionero trece (1933), ¡El
compadre Mendoza! (1934), ¡Vámonos
con Pancho Villa! (1935) y, por encima de todas, Allá en el Rancho Grande (1936). Una muchacha, después de ver
decenas de veces Allá en el Rancho Grande,
en blanco y negro, en el Raventós, el América o el Moderno, podía jurar que
Tito Guízar tenía los ojos azules más bellos del mundo. Y probablemente era
cierto. Esos ojos azules, nacidos de la imaginación, como una fotografía sutilmente
coloreada a mano, son los ojos a través de los cuales Vernor Muñoz descubre y
re-descubre una época desconocida hasta ahora para la narrativa costarricense. Los
invito a descubrir esta hermosa primera novela –no primeriza-, que por fortuna
para nosotros no se escribió hace 30 años. Como dije al inicio: El túnel del
tiempo se convierte a veces en un telescopio.
Carlos Cortés...
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