domingo, 28 de septiembre de 2014

Con palabra de mujer...

Kate Chopin

Katherine O'Flaherty Faris, o mejor conocida como  Kate Chopin, 8 de febrero de 1850 – 22 de agosto de 1904, en San Luis , Misuri, Estados Unidos, fue una autora estadounidense de historias cortas y novelas más conocidas e importantes en su momento.

Fue hija de Thomas O'Flaherty, un acaudalado hombre de negocios que había emigrado desde Galway, Irlanda, quién cuando ella tenía cinco años, durante el viaje inaugural del Ferrocarril a Pacifico murió cuando un puente sobre el río Gasconade se desplomó. Thomas figuraba dentro de las víctimas. Ese mismo año Eliza Faris, su madre, fiel adepta a la comunidad criolla francesa, la matriculó en la St. Louis Academy of the Sacred Heart (Academia del Sagrado Corazón de San Luis), y entonces junto con su abuela materna, Athenaïse Charleville, asimismo de ascendencia gala, entonces, comenzó a desarrollar una relación más cercana tanto con ellas como con la lectura de cuentos de hadas, poesía, alegorías religiosas, así como de novelas clásicas y contemporáneas, entre los que Sir Walter Scott y Charles Dickens formaban parte de sus autores predilectos.

Mil ochocientos setenta tres, fue un año especialmente malo para ella; tanto su abuela como George, su medio hermano, soldado confederado recluido como prisionero e guerra, murieron de fiebre tifoidea; evento que la hizo abandonar la educación regular y se enclaustró aún más en el ambiente de la lectura. No sería hasta dos años después que retomaría sus estudios, graduándose de la Academia del Sagrado Corazón, en 1968, aunque sin ninguna distinción particular —excepto una maestría como narradora de historias.

Al cumplir los 20, transformada en una beldad de la alta sociedad de San Louis, donde era reconocida por su ingenio pese a lo cual se decidió por la música, fue muy influenciada por las ideas liberales de las colegas, y durante años se centró en cuestionar la autoridad de la Iglesia Católica, especialmente en y con problemas de género y la dominación que esta hacía con las mujeres. De sus experiencias por New Orleans, nace Emancipation: A Life Fable (Emancipación: Una Fábula de Vida).  Un año después se casó con quién le da su nombre artístico: Oscar Chopin, miembro de la comunidad criolla francesa de St. Louis.

En la siguiente década, Kate y Oscar vivieron en Nueva Orleans, con un estilo de vida algo promiscuo, en el 1413 de Louisiana Avenue, donde Oscar finalmente ingresó en el negocio del algodón como fabricante. Durante este período, tuvieron cinco hijos y una hija, y la independencia de Kate fue en aumento: permanecía activa en el círculo social de la ciudad y mantuvo la costumbre de pasearse por la metrópolis, lo que molestaba considerablemente a los vecinos locales, haciéndola testigo de confrontaciones raciales, así como de terrorismo organizado en contra de los negros.

 
En 1879,  la correduría de algodón de Chopin fue a la ruina y la familia se mudó a Cloutierville, Luisiana, para administrar pequeñas plantaciones y una tienda general. Se convirtieron en activistas de la comunidad, y Kate absorbió mucho material para su futura narración, muy vinculada a la cultura CAJÚN de la zona.  La casa que habitaron por entonces estaba en el 243 Highway 495 (construido por Alexis Cloutier en la primera mitad de siglo) es actualmente un hito histórico nacional y la sede del Bayou Folk Museum. 

  En 19884, Oscar Chopin murió de fiebre amarilla, dejó a Kate con 12 mil dólares en deudas, y con una viuda que logró salir adelante con las plantaciones y la cosecha pero con escaso éxito, por estar demasiado inmersa (al parecer) en una fantasía pasional con un granjero casado.  Temiendo la vergüenza familiar los ruegos de la madre la convencieron de volver a casa, donde ella y sus hijos terminaron sumergidos poco a poco en la vida de San Louis, donde Chopin pudo prescindir de toda preocupación cercana al dinero, y durante este tramo se halló dispuesta a adentrarse en la lectura. Al año siguiente, su madre muere.

Por esta época, Kate sufrió una crisis nerviosa y su doctor le sugirió que considerara a la escritura como una forma de desahogarse a sí misma. Haciendo cuenta del consejo, pronto redescubrió su naturaleza narrativa: finales de la década de 1880, ya era muy popular su talento para contar historias cortas, cuentos y escribiendo artículos, y traducciones que aparecieron en los periódicos Atlantic Monthly, Criterion, Harper's Young People, The Saint Louis Dispatch, The Story of an Hour y Vogue, que ya existía como una de las revistas para mujeres más importantes del momento, porque fue inmediatamente aclamada como una autora de los colores locales, aunque sus cualidades literarias pasaron inadvertidas, e incluso puestas fuera de circulación, como pasó con su segunda novela, The Awakening (El despertar), publicada a pesar de críticas basadas en una cuestión moral más que en el plano de lo literario por el tratamiento de la historia de una esposa insatisfecha que explora su sexualidad, por considerarlas poco recatadas para el momento en que vivía.

 Decepcionada pero no derrotada, en retomó el plano del cuento breve, con la publicación de The Gentleman from New Orleans, y ese mismo año fue incluida en la primera edición de Marquis Who's Who. Hacia 1904 Kate experimentó un colapso mientras visitaba el St. Louis World's Fair. Falleció dos meses después, a la edad de 53 años.

Actualmente, Kate Chopin forma parte del Paseo de la Fama de San Louis.

Obra


·         Désiré’s Baby.               1892

·         Bayou Folk.                   1894

·         The story of an hour.      1894

  • A Night In Acadie                                  1897.
  • The Storm                                               1994
  • Pair of Silk Stockings
  • At the 'Cadian Ball
  • Lilacs
  • A Respectable Woman

HISTORIA DE UNA HORA

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido. Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia. 

Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera. 

Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.

En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.

Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.

Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.

Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento.

 Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!

"¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.

No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.

Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.

No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.

No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.

Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta. Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta. Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!

Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.

Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.
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Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón de la alegría que mata.
Para  La Coleccionista de Espejos:
Gaby Sol
información tomada de internet

 

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