domingo, 27 de julio de 2014

Fijando un clavo de carne...

 Por Ricardo Marin

Shayla Love, fue la primera mujer que me acompañó por una buena temporada en mi cuarto de adolecente. De ser una simple estrella porno enrollada en una cinta VHS, se convirtió en el motivo que sostenía los colores de la tele y las tablas de la cama. Aquella rubia pecosa y entrada en años de California, fue una de mis fijaciones junto a la poesía. Después de leer a Girondo, o antes de Whitman o mientras escribía mis primeros poemas, eran ellas y no mis novias, aunque mis novias pensaban que eran ellas, quienes me hicieron entender que mis manos no fueron hechas solo para golpear. Parte de lo que soy se lo debo a ambas. Por un lado los falsos deseos de Shayla sobre una alfombra manchada de aceite en un sucio taller mecánico. Por otro, la poesía gastándome las hormonas que Shayla no pudo. 
Nada más parecido al poema que el cine porno. En ambos se finge, se grita a su manera, tantas palabras mezclándose como la carne, tantas imágenes agitadas en el aire y quedándose pocas en el view master del inconsciente. Pequeña muerte le dicen los franceses al orgasmo, una vecina dijo que es dios besándole la vulva, calambre de vida término medio y con papas fue lo que escuche en un aeropuerto. Da igual. Lo obsceno es arte si comunica, Shayla y mi vecina lo saben, Mainor González también.
El cuerpo del ser humano siempre necesita conocer el cuerpo del otro. La poesía no cree en aquello del psicoanálisis de Freud ni en su etapa de Latencia. La aparición del súper YO en otro ombligo es un recurso poético del cual no nos cansamos de lubricar. De manera que Fijaciones nos traslada a un ecosistema a partir de los pulsos sexuales. El sístole y el diástole se ensalivan y hacen relinchar las venas. Poemas que permiten escapar hacia la incertidumbre de lo que muchas veces preferimos callar. Cuando la fiebre por lamer una oreja no explota se convierte en patología. El poeta nos presenta un procesión de mujeres provocando una particular satisfacción interna. Qué pasaría si hiciéramos lo primeramente sexual que pasa por nuestra mente?, decir solamente “me gustan esas nalgas”,  “moriría en esos senos”, “quiero hacer el 69 con vos mientras el tren haga cimbrar la casa”. Qué pasaría si tejiéramos todas nuestras obsesiones para luego colocarlas a manera de bufanda en alguno de los cuellos pintados por Modigliani. Mainor se atreve a pintar sus propios cuellos. Erige las feromonas en un colchón hasta el cielo y se inclina en los escotes de las meseras hasta que muestren el aguijón de su almeja reina. 
El lector no saldrá ileso en este libro. El sexo debe boxear para sobrevivir, la globalización de la estupidez lo ha convertido en ese animalito salvaje que todos queremos domesticar para doblarlo en nuestra mesita de noche. Mainor se pone sus lentes oscuros y entra bailando al ring con la intención de "samuelear" hasta el sudor del espinazo. Le da lo mismo ahogarse en un charco de menstruación o escuchar a sus personajes orinar bajo una luna liberiana, si ambas acciones logran un gemido o al final de cuentas, las líneas para un verso.  O como Ezra Pound decía: " El juicio estúpido del arte se apoya en la creencia de que debe parecerse al arte que ha aprendido a respetar."  O aquel verso de Enrique Lihn : " Un enfermo de gravedad se masturba para dar señales de vida".
De manera que si se ha de subrayar correctamente este libro hay que tomarlo con calma, jugar una partida de ajedrez,  aullar en celo, tener muerte, locura y sueño, subir un poco el tono hasta la vergüenza. Y eso es lo rescatable de este poemario, el simple coraje de haberse hecho,  disfrutar la travesía desde las gemelas que se desvisten bajo un mismo eclipse, hasta la chica asiática abriéndose como una galleta de la suerte. Se trata de estar siempre atento, siempre al límite junto a la testosterona. Sentir el vértigo ante el espasmo más simple. El libro logra a partir de su realidad proyectar la nuestra. El canal de comunicación es una suiza hecha de vello púbico que el poeta nos pone a brincar. Hay altibajos cada vez que termina un salto, pausas necesarias para luego ponernos de pie y saltar pensando en el aroma que sigue.
El poemario Fijaciones es un beso negro a los poemas erótico -cursi- retórico- sexuales. O en palabras del poeta del libro “es succionar los nutrientes en un pescuezo de gallina.” Se dicen las cosas con la misma certeza que un entomólogo fija sobre una pared lo que fue una mariposa. No pretende transmitir ningún indicio de fachada, todo su arsenal es en sentido lúdico. Hay axilas en las que uno pone la lengua y sale ganando. Leche materna ajena que la hacemos nuestra en el poema. Los lectores se sabrán ya en tránsito hacia sus propias fijaciones, sentirán rebeldía, descreídos hasta su propia existencia. No existe el doble discurso. Todos nos hemos excitado rozando otro cuerpo en la claustrofobia de un autobús. No hay vuelta atrás. Las palabras hacen striptease, piden propina y se deslizan bajo una luz intensamente roja.
No por la levedad de tanto aroma suelto debemos creer el libro etéreo. Mainor tira un dedo gordo del pie chupado en la penumbra como anzuelo. Aunque cada poema tiene un título, es la misma constante que gotea en nuestras retinas: mujeres que nos encienden de pronto sin ninguna excusa y alumbran con alevosía nuestro lado más oscuro.    
Los síntomas de estas fijaciones son gratamente saludables. Solo mediante el apareamiento, o con la dramatización de él, es posible retornar el mundo en unidad. Sheyla Love, Mi vecina, Mainor ya lo saben. Queda abierta la invitación para que cada una de estas fijaciones nos tome de la mano y  nos hagan un recuento de todas nuestras corrupciones.
Entraran ustedes al libro bajo su propio riesgo. Yo ya asumí el mío, puedo gritar con la valentía que van dejando los sucesos: yo también he escrito un poema, yo también, hasta reventarme los pulmones, he olido en la soledad, un calzón robado.  
 
Ricardo Marín

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