El presente artículo, tiene muchos apoyos o links inter-neticos. Aclaración necesaria para aquellos que pretendan que les hagamos la tarea o, piensen que son una serie de ideas tomadas de internet sin función aparente se construyen artículos…
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Palabras clave:
identidad cultural, y representación literaria
El tema literario, es quizás, uno de los temas
más importantes a considerar en materia de creación literaria: nos has
acompañado desde el principio y bíblica, en todo el sentido de la palabra, es
su relación con el ser humano…
Literatura
deriva, etimológicamente, del latín Littera, que significa “letra” o “lo
escrito”. Por su etimología, pues, la literatura está ligada a la cultura, como
manifestación de belleza a través de la palabra escrita, pero esta definición
deja fuera la literatura de transmisión oral, que es la primera manifestación
literaria conocida, por lo que es mejor hablar, siguiendo a Aristóteles, de “el
arte de la palabra”: la literatura es un arte, y por tanto, se relaciona con
otras artes, y tiene una finalidad estética…
A lo largo de la historia no se ha dado consenso
para alcanzar una definición universal. Se entiende por literatura, en el
contexto de la crítica literaria, el conjunto de textos que son producto del
arte de la palabra (J. Domínguez Caparrós).
Sin embargo enfrentemos el hecho de que todos, empezando por los que se
educan para ello, aducen que escribir es fácil en lugar de pensar que el
talento y la forma en que se expresen también forman parte del evento y
constituyen una de las partes más importantes que, de alguna forma las
distintas escuelas y definiciones,
1.
ROMAN JAKOBSON: el
objeto de la literatura es la literalidad, entendida como algo más que la
fidelidad de las palabras a un significado…
2.
TZVETAN TODOROV: La
literatura es un medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad; digámoslo
de una vez: es una ideología pues toda literatura ha sido siempre ambos: arte e
ideología.
3.
JOAQUÍN XIRAU: La
literatura, como el arte, es una de las formas más altas de conciencia, es una
forma de conocimiento y de auto-reconocimiento. (Presunción muy usada)
4. MARÍA MOLINER: la literatura es el arte que emplea la palabra como
medio de expresión, la palabra hablada o escrita, en contraposición a
5. WOLFANG KAYSER plantea cambiar el término “Literatura” por el de
“Bellas Letras”, para poder diferenciarla del habla y de los textos,
no
literarios; no toman en cuenta a la
hora de pensar en la crítica desde el punto de vista literario y no desde el
familiar, personal y social, definiciones que hemos
agrupado siguiendo a Tzvetan Todorov (Les genres du discours, 1978), en
estructurales y funcionales.
·
Estructurales…
Se
caracteriza por ser imitación y por usar un lenguaje sistemático y
autosuficiente: auto-télico en el sentido de que sólo busca “decirse a sí mismo”
y puede ser opaco que, tiene su origen en la Poética Aristóteles (Estagira:384 a.C - Calcis) 322 a.C en el que trata de definir la techné
(arte) …que en prosa o en verso, el arte imita sólo el lenguaje: …el poeta debe
ser artífice de fábulas más que de versos…” (Poét.1451b), a la que se aúna tres
características importantes para Aristóteles: 1.- La imitación (mimesis), que utiliza el lenguaje como un fin en sí
mismo, 2.- La verosimilitud, cualidad por la que, lo que cuenta un texto podría
haber ocurrido. Este arte que imita la acción humana se configura en la FÁBULA
(mythos) o “composición de los hechos” -otro aspecto aristotélico
fundamental-, el elemento fundamental de la tragedia (Poét., 1450 a) el
argumento, la mímesis de la acción. La fábula no constituye, para Aristóteles,
un género literario, sino un elemento de la retórica que debe facilitar que la
obra poética sea un todo entero cuyos elementos estén unidos por una necesidad
que une las partes entre sí. El tercer aspecto aristotélico a considerar
es el de la catarsis o “purgación de ciertas
afecciones”. Todas estas consideraciones llegan hasta la
actualidad a través de los románticos alemanes que creían en el simbolismo, el
formalismo ruso y el New Criticism americano.
·
Definiciones
funcionales…
Son
las definiciones de la literatura que la caracterizan por relación a algo que
es externo y a lo que debe hacer. Es la perspectiva que adopta la crítica
marxista. La literatura está incluida en la dinámica social, su ideología, su
espacio y su tiempo, y se enfoca ligada al materialismo dialéctico (como
filosofía) y al materialismo histórico (como proceso social), vinculada a un
contexto que determina una concreta visión del mundo. Son representantes de
estas teorías Lukács, Adorno, Walter Benjamín, Goldman y Terry
Eagleton.
·
Definiciones semióticas
La semiótica estudia el comportamiento del signo lingüístico en el entorno
social, y en ese contexto, la literatura es una expresión concreta de un
código. Este tipo de definiciones integran las estructuralistas y funcionales,
y tienen en cuenta el rasgo de la comunicación del hecho literario.: “la
literatura es un lenguaje propio del tipo de comunicación especial que es el
arte” (J.Domínguez Caparrós)
Sin
negar las peculiaridades lingüísticas del texto literario, éstas se vinculan a
un contexto comunicativo que va más allá del texto. La consideración
semiológica del texto literario implica una perspectiva comunicativa: la
literatura es un mensaje dentro de un acto de comunicación que se desarrolla
en una situación especial, con un emisor, un receptor y un contexto propio (que
puede no ser el mismo que el del receptor o el del autor).
J. Domínguez
Caparrós considera preferibles este tipo de definiciones, porque “aunque la
literatura cambie de una época a otra, de una sociedad a otra, en su
descripción debe integrar elementos textuales y extra-textuales como
caracterizadores del tipo de comunicación artística en que consiste”.
Lo
que sí parece cierto, es que en los últimos tiempos el concepto sigue sin tener
una definición que guste a todos los críticos. Como señalan Fernando Cabo
Aseguinolaza y María do Cebreiro (Manual de la teoría literaria, 2006, pág. 71), “Términos como el de
paraliteratura reflejan bien la incomodidad conceptual ante un determinado tipo
de textos que aun cumpliendo los requisitos formales que definen la extensión
de lo literario, no alcanzan a satisfacer otro tipo de exigencias” … no dicen
mucho con respecto a
¿Qué
es lo que hace que un texto sea literario, bueno o malo? Quizás nadie nunca lo sepa con exactitud; a
partir del Círculo de Praga, en que surge por primera vez el concepto de
literalidad; y R. Jakobson afirmó que lo
literario no estriba en los ornamentos del texto, sino en la revaluación del
mismo, porque el propósito del autor es estético; es decir que, simplemente
establecemos que la habilidad literaria la confiere el modo de narrar y de
ordenar los acontecimientos, igual es su relación con identidad…
Anotaciones al margen:
1.
La definición de
literatura cambia dependiendo del contexto sociocultural e histórico, y sólo en
el s. XIX adquiere el significado contemporáneo (en el siglo XVIII se llamaba
literatos a poetas y a científicos como Newton), porque la misma palabra es una
palabra polisémica (cf. Diccionario RAE).
2.
La Poética, de
Aristóteles es el primer texto teórico importante en el que se trata la
cuestión de definir el arte de la escritura. No obstante, cuando Diógenes
Laercio alude a la obra del Estagirita, se refiere a un tratado en dos
volúmenes, por lo que hay que tener en cuenta que nos falta el segundo.
La
literatura tiene un concepto amplio, a la vez entendida de diferentes formas,
que no son tan analizadas por los críticos como lo hacen de manera subjuntiva
los lectores: por eso saben que les gusta y, al menos el entrenado mediante la
lectura del conocimiento interior define con exactitud sus lineamientos sin que
nadie le diga qué y cómo.
Grafica de trabajo literario
LITERATURA-------Arte
que emplea como medio de expresión una lengua--------Conjunto de las
producciones literarias de una nación, época o de un género.-----------
Conjunto de obras que versan sobre un arte o una ciencia.-----------Conjunto de
conocimientos sobre literatura.-----------Tratado en que se exponen estos
conocimientos
Subrayemos
además que dentro de la literatura existe un concepto fundamental que sirve
para poder llevar a cabo una clasificación de las distintas obras: el GENERO
LITERARIO, a los que pertenecen los diversos tipos de trabajo caracterizados
por distintos aspectos semánticos, formales o fonológicos.
También
dejemos en claro que el origen de la escritura no marcó el inicio de la
literatura: los textos sumerios y algunos jeroglíficos que son el testimonio de
las primeras civilizaciones humanas, en su mayoría no pertenecen al ámbito de
la literatura.
Se
afirma que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la
comunidad o colectividad desde donde emerge, sino que ella misma crea
identidad. Creemos que la correlación literatura-identidad, para que se torne
productiva en términos de crítica literaria y cultural, hay que inscribirla en
un horizonte político de comprensión; esto en la medida en que el reclamo por
identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica textual literaria que
problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política
de visibilización que implica desafiar discursos e ideologías complacientes con
estereotipos "oficiales" y/o con la negación radical del sujeto
subalterno desde instancias de dominación. Partiremos del supuesto de que los
efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle reclamados a
la literatura) tienen que ver más con la no-identidad de la identidad, con lo
ausente y lo posible que se materializa como "presencia" a través de
la memoria y/o de la imaginación literaria que construye la "otra historia
de la historia".
Se afirma, a menudo, que la literatura no
sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde
donde emerge como escritura artística institucionalmente aceptada y legitimada
en cuanto tal, sino que produce identidad; incluso más: ella misma, en
algún sentido que exploraremos más adelante, sería identidad1. Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de
"poesía del sur de Chile", plantea una doble entrada de análisis a la
relación entre literatura e identidad: cualquier denominación que
territorialice la literatura ha de ser sometida a un permanente proceso de
"desencialización" con el fin de resguardarse del peligro de fijarle
rasgos constitutivos presuntamente inamovibles a una cierta literatura
recortada en función de los límites geográficos en que ésta se produce (sur de
Chile, en este caso). Para Miralles, la poesía, escrita en español, construye
sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado de la cultura hispánica,
de manera que carecería de sentido nombrarla a partir de su origen territorial
local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la literatura produce
significados que devienen producción de identidad cultural. Dado que esta
identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y territorio
concretos, la "producción de identidad" realizada por la literatura
cabría verla, en rigor, como una operación de "esencialización"
(aunque siempre inestable) de una cierta formación cultural situada, que se
hace presente, visible, precisamente por el texto literario que la registra, la
construye y, a su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto
literario).
En definitiva, el hecho de que se escriba poesía acá
le da identidad a esta zona del país. Si uno se pusiera a hablar de poesía del
sur, habría que encontrar la "esencia de lo sureño", cosa que me
parece es algo difícil de "encontrar" (Miralles 2002: 227).
Ahora
bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto, identidad, cabe
preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce? ¿Qué eficacia
tendría esa identidad literariamente producida para la conformación de la
"identidad cultural" colectiva, movilizada ésta como concepto
político marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a
responder, que el concepto de identidad "remite a una noción de nosotros
mismos, en función o en comparación con otros que no son como nosotros […], que
no tienen ni las mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o
normas" (Castellón y Araos, 1999). Lo cierto es que la noción de
identidad, en tanto autoimagen singularizadora, se materializa, en la práctica
de la vida social, a través del hecho de que una comunidad de individuos
comparte un determinado conjunto de condiciones de vida que posibilitan una
constelación común de significados, asumidos éstos como patrimonio digno de
defenderse y preservarse y que, en todo caso, proveen patrones, sustentables en
el tiempo, de funcionamiento y de comprensión intersubjetiva de la realidad.
Castellón y Araos mencionan, al respecto, tres condiciones claves para la
construcción y sustentabilidad de una determinada identidad cultural: una es el
lenguaje y todo el tejido de discursividades constituyentes de lo real, lo
imaginario y lo simbólico (Lacan dixit) que se sustentan en el lenguaje
compartido (un idioma común), otro es el territorio en la medida en que las
características físicas de éste imponen "modos de habitar, de ser y de
mirarse", los que contribuyen a la construcción de una determinada
especificidad cultural surgida por la necesidad de adaptación al medio. Una
tercera condición sería la religión en tanto ésta "conlleva una
interpretación del mundo" que provee potentes significados en términos de
imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real, incluyendo, por
cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una perspectiva materialista,
esta tercera condición podría, sin embargo, considerarse parte de las
discursividades sociales sustentadas en el lenguaje; esto porque las
cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de tornarse
discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio (aunque se
trate a veces de una integración e identificación negativa, por oposición) al
margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de posibilidad de lo
identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos "identidad
cultural", en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una
constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica
cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la
conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e
interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como
discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la
vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías
y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por "aparatos
ideológicos de estado" operados desde sitios de poder dominante2. La identidad, en su dimensión discursiva, también se
puede manifestar en forma de discurso cientifico-técnico, presumiblemente
desmitologizado pero que, igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de
creencias más o menos indemostrables e invisibilizadas3. Estos relatos, sin embargo -y más allá de la
tipología clasificatoria que podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves
de comprensión e interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente
racional y epistemológico. Una de las características más determinantes de los
discursos que configuran la identidad cultural es que proveen claves de
identificación emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser)
necesariamente sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico
(salvo quizás cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en
que las circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).
Hablar,
entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de individuos histórica
y territorialmente situada equivale a concebir dicha comunidad a partir de, a
lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón ontológica en tanto se la
percibe como dada "sustancial y esencialmente", es decir, como algo
en sí y para sí, "sin perjuicio de su estructura procesual o
dinámica"; b) una voluntad de mantener el "supuesto carácter de
identidad sustancial" a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras
de ser, de pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la
comunidad (o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y
defendidos si fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene
la necesidad de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no
se confunda con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la
otredad, a menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante4. Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo
que podríamos llamar "identidad cultural afirmativa": aquélla que se
construye a partir del reconocimiento de la presencia, real o
imaginaria, de prácticas culturales dignas de ser defendidas, preservadas y
reivindicadas en un eventual escenario de conflictos culturales; conflictos
que, de ocurrir, son, en última instancia, luchas por el control de los
"aparatos ideológicos" generadores de los significados identitarios
de una comunidad humana determinada.
Pero
la identidad cultural no sólo se hace de presencias, se hace también del
reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales están llenas de
zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de anti-modelos.
Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se es y se
quisiera ser, sea que este "querer ser" se inscriba en un horizonte
de realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al
orden dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad
cultural es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la
afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada
en la memoria y en la práctica de la vida social, opera como un dispositivo
ideológico de resistencia (si se trata de culturas subalternas) o de control
imperialista (si se trata de culturas dominantes) pero, asimismo, la identidad cultural puede ser una
praxis no gratificante, que se perfila a partir de ausencias y debilidades que
pueden actuar también como marcas de diferencia, aunque no precisamente para
reivindicarlas y que delatan, por lo mismo, fisuras y contradicciones en el
interior del cuerpo social. En estas condiciones, el discurso identitario se
vuelve elegía, lamento, testimonio acusatorio, denuncia indignada o deseo
utópico por ser otro; se vuelve esfuerzo por representar/ construir otra
identidad a través, por ejemplo, del discurso político militante (y de las
acciones que éste conlleva) y/o a través de la literatura en sus diversas
variantes textuales, algunas de las cuales pueden aparecer como exclusivas de
una cultura singular en un momento dado justamente por la necesidad de afirmar
una identidad urgente, en proceso de construcción y visibilización. Por cierto,
es en las cultura subalternas o periféricas, sometidas a la presión laminadora
de la globalización cultural occidental, donde la falta de "espesor
cultural" puede hacerse sentir con fuerza desgarradora, a la par que la
reivindicación de una cierta "esencia" cultural puede llegar a
adquirir incluso rasgos de fundamentalismo ideológico, sobre todo cuando dicha
reivindicación acontece como parte de un proceso de resistencia política
informada por visiones nacionalistas y/o religiosas6.
Estimamos,
pues, que la correlación literatura-identidad, para que se torne productiva en
lo que concierne a la elaboración de un discurso crítico liberador, hay que
inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto dado que el reclamo
por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica literaria que
problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política
de visibilización que implica -por lo menos en el caso de las culturas
subalternas- desafiar discursos e ideologías complacientes con estereotipos
oficiales o complacientes con la negación del sujeto subalterno, desafío que
colisiona con la reafirmación a ultranza de determinados sitios hegemónicos.
Los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle
reclamados a la literatura) no son los mismos que aquéllos derivados de
discursos pragmáticos orientados a definir, delimitar o defender
denotativamente la identidad cultural de una comunidad concreta (manifiestos,
proclamas, llamados a la acción, etc.). Si bien la literatura, puesta en la
encrucijada de producir identidad, no da la espalda a la "identidad
afirmativa" -y menos todavía aquella literatura que explícitamente asume
una posición pro identitaria militante- sus efectos identitarios tienen más que
ver con la no-identidad de la identidad, con lo ausente, con lo posible y lo
imposible; ausencias que se materializan como "presencia" textual a
través de la memoria metaforizada y de la imaginación literaria con que se
construye la otra historia de la historia.
Dicho
a la manera de Althusser, la literatura nos provee de una particular relación
imaginaria con lo real, relación que se caracteriza porque lo que hace el texto
literario es ofrecernos un campo de representaciones liberadas de la necesidad
de ser verdaderas en el sentido de tener que ser técnicamente verificables,
para fines científicos o judiciales, por ejemplo. Tal libertad se configura en
un vasto arco de posibilidades representacionales que van desde el realismo más
extremo (e. g., un relato testimonial "hiperrealista") hasta aquellas
manifestaciones literarias informadas por la fantasía surrealista, desprendida
de todo constreñimiento proveniente de la experiencia cotidiana del mundo. En
todos los casos, sin embargo, hallamos un tipo de verdad que nunca está
ausente: el sentido ético-político de los textos que se perfila a partir del
hecho de que todo texto literario opera como un laboratorio de lenguaje en el
que se ensaya una cierta manera de ordenar y registrar las cosas del mundo y el
orden humano que en ellas acontece la validez y confiabilidad de este ensayo no
se mide por la "verdad" positiva de sus asertos, sino por la
capacidad de los textos para generar un recurrente movimiento de efectos
identificatorios (por ejemplo, con los personajes) y de efectos de extrañamiento
hacia la realidad representada en los textos este movimiento, dependiendo de la
naturaleza de los textos y de la competencia analítica e interpretativa del
lector, puede ser muy complejo y manifestarse en varios registros intelectuales
y de sensibilidad. Es decir, se trata de un ejercicio hermenéutico que se puede
materializar como un genuino acto de problematización crítica del mundo o sólo
como una reafirmación de ciertas conceptualizaciones ideológicas estereotipadas7.
O sea
que si la literatura produce identidad, tal producción acontece por lo menos de
dos maneras: a través de la elaboración de mundos de ficción orientados a
reafirmar una supuesta esencialidad cultural, presumiblemente identificatoria
del ser, defendible en su singularidad, imaginada como una continuidad
sustentadora de diferencia, estable en el tiempo. Esto es particularmente
visible en literaturas militantes, que se instalan en supuestos lugares
"esenciales" de la cultura y los promueven a veces apelando a
populismos nacionalistas, a la exacerbación de sentimientos de identidad que
contribuyen a fortalecer actitudes de adhesión a lo propio de manera tal que lo
propio aparece como una realidad sin fisuras, que merece ser preservada en su
pureza, blindada ante el ataque cultural-político del otro, o, incluso, que
merece ser expandida para copar otredades presuntamente inaceptables. Toda
literatura que pone en el centro de su sistema representacional la
escenificación de conflictos culturales con/contra el otro, termina asumiendo
actitudes militantes que tienden a la hipertrofia de los propio, aunque no
necesariamente se termine sosteniendo posiciones de intolerancia manifiesta.
Pero
-como ya se ha sugerido- la literatura no produce identidad sólo por la vía de
reafirmar lo identitariamente dado. Lo hace también a través de la
problematización de la realidad referida y de las estrategias retóricas
constituyentes de los discursos con que se formula y comunica un cierto sector
de realidad cultural a través del texto, lo que podríamos llamar el referente
de la obra literaria. El texto se convierte, así, en una máquina productora de
efectos de extrañeza cuyas consecuencias, en el terreno de la relación literatura-identidad,
se hacen visibles en el hecho de que entonces la literatura promueve la
dimensión "procesual" de la identidad; vale decir, la literatura
ofrece experiencias de realidad que conducen a repensar, reimaginar,
reconfigurar lo propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos,
carencias, incluyendo, sobre todo, los vacíos, carencias y deseos de los
discursos que hablan de lo propio (como el de la misma literatura). Esto porque
los discursos que hablan de lo propio son en sí mismos patrimonios de
significados que definen y constituyen, en este caso de manera no gratificante,
lo propio (o al menos una parte no despreciable de lo propio).
La
literatura moderna, tan acostumbrada a representar lo real a través de
escrituras metaliterarias, constituye una práctica de lenguaje propicia para
problematizar la identidad desde y con la literatura: la identidad se vuelve
objeto de ensayos discursivos que ponen en evidencia la, digamos,
"incompletud" de la identidad y de la literatura que la registra y la
hace presente. Ensayos discursivos que se materializan en textos poéticos, de
ficción narrativa o dramática, crónicas o en textos ensayísticos o en
manifiestos; estos últimos (los ensayos y manifiestos) se vuelven, de hecho,
imprescindibles si es que la literatura acontece como parte de un proceso de
resistencia/ negociación política y cultural del sujeto subalterno que busca la
descolonización de su identidad profunda (p. e., las tesis de la
"antropofagia cultural" del modernismo brasileño o la discusión sobre
América Latina desarrollada por Roberto Fernández Retamar en Calibán).
Volvamos
a una de las preguntas iniciales de este trabajo: ¿cuál sería la eficacia de
esta "identidad" producida con la literatura y desde ella? La
pregunta, creemos, tiene sentido si consideramos que la "identidad",
para que sea tal, debería operar como un elemento unificador de una comunidad
en virtud de asentar una serie de representaciones identificatorias
(gratificantes o no) sobre lo propio y lo ajeno, sobre nosotros y los otros. Si
la identidad es "un conjunto de significaciones y representaciones
relativamente estables a través del tiempo que permite a los miembros de un
grupo social que comparte una historia y un territorio común, así como otros
elementos culturales, reconocerse como relacionados los unos con los otros
biográficamente" (Montero 1991: 76-77), y si la literatura, al decir de
Miralles, produce identidad, ésta (la literatura) tendría entonces que producir
efectos que contribuyan a que los miembros de un determinado grupo social se
reconozcan "relacionados los unos con los otros" a partir de
referentes simbólicos provistos por la literatura.
Pensamos
que efectivamente así ocurre, si no con toda la literatura, al menos con
aquélla que textualiza mundos en cuya referencialidad se reconoce un proyecto
estético que problematiza el ser y el existir de sujetos situados en
coordenadas de diferencias culturales, conflictivas o no. Aunque toda
literatura se escribe a partir de situaciones humanas histórica y
geográficamente situadas, no toda literatura instala en su horizonte
representacional una explícita propuesta identitario-cultural, propuesta que,
de estar presente -y como ya se ha dicho-, sería, en última instancia, una
propuesta de reconfiguración política de las marcas registradas de identidad y
de diferencia. Uno de los primeros efectos que produce la literatura que
textualiza representaciones identitarias es la visibilización, a través del
texto literario, de gentes, paisajes, modos de vida, simbolizaciones
autóctonas, miserias, sueños, etc. de una determinada comunidad humana en un
territorio concreto. Los relatos patagónicos de Francisco Coloane, por ejemplo,
han literaturizado la Patagonia chilena (Región de Magallanes) de una manera
tal que ésta ha cobrado una potente existencia estética precisamente en la
narrativa de Coloane y gracias a ella: sus relatos proveen al lector de una
cierta experiencia de realidad patagónica que incide, a veces de manera
decisiva, en las imágenes epistemológicas, políticas, antropológicas,
históricas y hasta geográficas que el lector construye finalmente sobre la
Patagonia magallánica (los efectos de lo literario, en este sentido, están
lejos de reducirse a lo "puramente estético", en el sentido de
experiencia idealizada de lo bello). Franz Fanon, por su lado, al referirse a Cuadernos
de un retorno al país natal de Aimé Césaire, afirma: "Césaire
descendió. Aceptó ver lo que sucedía en lo más hondo. Pero no deja al Negro
abajo. Está maduro para el alba. Lo toma en sus hombros y lo iza hasta las
nubes" (citado por Polito 2000: 57)9. El juicio de Fanon no es, en rigor, un juicio
estético: es un juicio político relativo a la liberación nacional de la
negritud que Fanon promueve y defiende. El poema de Césaire le otorga a Fanon
una herramienta de comprensión política para la concreción de un poderoso y
apasionado discurso de descolonización del Caribe. La literatura, una vez más,
se ofrece como "experiencia de realidad" funcional, en este caso, a
un reclamo de justicia, dignidad y libertad para los descendientes de esclavos
africanos en el Caribe.
Otro
efecto identitario, tal vez mucho más potente que el anterior, que producen
sobre todo las literaturas de los grupos subalternos, radica en el hecho de que
éstas, justamente por su origen subalterno, devienen "anticanon" en
relación con el canon literario dominante (que es, hay que decirlo, el canon de
los grupos socioculturales dominantes). Aunque este "anticanon" no se
funde necesariamente en una revuelta estética al estilo de las ya
"tradicionales" vanguardias históricas, y carezca, en consecuencia,
del brillo deslumbrante y efímero de los ataques iconoclastas a las formas
estéticas canónicas, su efecto desestabilizante puede ser de vastos e
insospechados alcances en la medida en que afecta nada menos que al fundamento
político de lo estético: evidenciar que la realidad humana, en el más amplio y
profundo sentido del término, es comprensible y representable desde lo
subalterno y con categorías y referencias que, desde la perspectiva dominante,
aparecían como no aptas para producir literatura genuina. Dicho de otro modo,
lo que podríamos llamar las formaciones imaginarias autóctonas (digamos, los
materiales de significación propias de la vida de quienes no forman parte de la
clase dirigente) resultan eficaces a la hora de producir literatura que se haga
cargo de textualizar una cierta condición humana en el mundo como totalidad (y
no sólo en restringido mundo de la aldea local, que, si es restringido, lo
será, muy probablemente, por la incapacidad del autor de crear un efecto de
totalidad compleja a partir de los imaginarios autóctonos).
La
eficacia identitaria de un libro como De relámpago magia del poeta
chilote Nelson Torres no radica sólo en el hecho de hacer visible una
determinada realidad de las islas de Chiloé, sino, sobre todo, en demostrar que
se puede escribir poesía moderna (o postmoderna, según se mire) en el
territorio periférico de Chiloé, e instalar, en consecuencia, la escritura
poética local en la internacionalidad literaria contemporánea, a partir de
materialidades culturales autóctonas que desbordan, en el texto, su ámbito de
origen en la medida que el discurso poético se construye con una retoricidad
propia de la poesía moderna metropolitana10. La literatura subalterna se vuelve, así, un genuino
esfuerzo político de "antropofagia cultural" en tanto se apropia y
deglute categorías estéticas "universales" (estilos, retoricidad,
formas de construcción de los sujetos) para integrarlas al cuerpo identitario
local de manera tal que lo local migra a un nuevo espacio discursivo: el de una
nueva internacionalidad construida con las materialidades de lo local-popular
subalterno y de lo "universal" metropolitano dominante.
Hay
(o podría haber), sin embargo, un lado oscuro en todo esto: que la literatura
se convierta en un dispositivo de alienación a la hora de construir una cierta
imagen del nosotros en contraposición con los otros. Que una literatura se
escriba desde una situación de subalternidad no la torna inmune ante el riesgo
de que las visiones estereotipadas de la identidad invadan la imaginación
literaria; visiones a menudo constituidas por imágenes recurrentes de
victimización o, en su defecto, por imágenes utópicas simétricamente opuestas a
las de la victimización (y dependiente de éstas, en consecuencia) que alimentan
cuestionables voluntarismos épicos que hacen de la literatura un espacio para
arengas las que, si son necesarias, no es en la literatura donde les correspondería
estar (arengas que, dicho sea de paso, pueden formularse con sofisticada
retórica). Aunque, por otro lado, la urgencia política de hacer visibles
reclamos por situaciones que se perciben como atentatorias para la continuidad
ontológica del yo/nosotros, no es un asunto de importancia menor; muy al
contrario. Es razonable pensar que determinadas situaciones de urgencia no sólo
explican sino que justifican absolutamente que la literatura asuma compromisos
éticos y políticos militantes para con la contingencia, sobre todo si ésta
acontece como intolerable experiencia de opresión.
Nuestro
argumento va, sin embargo, en otra dirección. Una lectura literaria
auténticamente crítica pasa por interrogarse (e interrogar, desde luego, al
texto) si de veras existe consistencia entre la promesa de sentido que todo
texto comporta con lo que el lector pueda al fin sacar en limpio tras un
ejercicio hermenéutico determinado por una triple correlación: entre el texto y
sus subtextos; entre el texto y otros textos afines (del mismo género
literario, por ejemplo); entre el texto y el macrotexto de la realidad global
referida (el macrotexto de la historia y la cultura). Si después de todas estas
correlaciones el texto continúa mostrando productividad semántica a través de efectos
de extrañeza ideológica ante lo real, y no se limita, sin más, a reiterar
significados preexistentes al texto, entonces tendríamos que admitir que el
texto literario en cuestión inaugura un nuevo espacio de significaciones
intelectuales y emocionales que contribuye, en el ámbito de la praxis
identitaria, a potenciar la naturaleza cambiante de las identidades culturales.
Y a la inversa, si tras la correlación sugerida el texto muestra su falta de
espesor semántico, entonces cabe indagar en dicha carencia para describir el
funcionamiento ideológico de ésta. De lo que se trata es de apostar a una
lectura emancipatoria que evite la reificación del texto literario, en el
sentido de que lo que no debe nunca ocurrir es la "supresión de los
rastros de la producción" del objeto, pues, de ocurrir, se abre la puerta
para la cosificación del texto y su consecuente anulación en tanto dispositivo
de visibilización de lo subalterno y de tensión de los límites del status
quo de los sujetos en la historia y la cultura que les es dada (cfr.
Jameson 1996: 237)11. Lo peor que le podría suceder a la poesía mapuche,
por ejemplo, es que la ofrezcan étnicamente empaquetada para el consumidor y se
torne, entonces, funcional al mantenimiento de un orden de cosas esencialmente
desigual, compensado, en apariencia, por el reconocimiento a unos cuantos
autores (pues nunca están en el podio todos los que son) cuyos poemas, relatos
o testimonios valen por el exotismo de la diferencia reificada y no por lo que
genuinamente representan: subversión o, por lo menos, revisionismo
cultural-político y literario. El orden dominante, además, se aprovecha de la
circunstancia para cultivar una imagen de democracia incluyente (e. g.,
insistir hasta la saciedad en el discurso del respeto a la diversidad
cultural).
Estar
alerta a las textualidades varias que susurran en el texto no es sólo un
imperativo intelectual con el fin de demostrar competencia en la comprensión de
textos literarios con propósitos académicos puramente técnicos, sino -y lo
decimos de manera enfática- es un imperativo ético y político que vale tanto
para autores como para lectores, más todavía si estamos escribiendo/ leyendo
literatura que hace de los problemas de identidad cultural su centro temático
y, por lo mismo, hace de tales problemas urgencias retóricas que han de
resolverse con un lenguaje que no se agote simplemente en la reiteración
machacona de estereotipos preexistentes al texto. Escribir y leer literatura es
una práctica textual que acontece en la historia, que forma parte de las
prácticas de vida de una cultura. Pero lo cierto es que se escribe y se lee
desde ciertos sitios de poder, de status, de visibilidad social, y estas
circunstancias no son en absoluto neutras a la hora de producir significados
con el lenguaje; menos si se trata de discursos públicos que se inscriben en
una institucionalidad que define quién es visible y quién no lo es (como ocurre
en la institucionalidad de la literatura -e. g., premios, visibilidad en los
medios, participación en organizaciones de escritores, vínculos con editores- y
la de la academia universitaria que valida obras y autores y los prestigia, se
supone, al convertirlos en objeto de estudio).
Inquirir
en la conexión literatura-identidad cultural equivale, pues, a indagar, desde
una perspectiva informada por el materialismo histórico y cultural, en los
efectos de experiencias de realidad que un texto concreto provee o no provee en
relación con la acción de visibilizar y tensionar los límites identitarios
entre "nosotros" y los "otros", de manera que el texto
exhiba sus fortalezas y debilidades a la hora de producir (o reproducir)
identidad. El texto literario, más que otros textos, es un lugar de confluencia
de textualidades diversas en un cierto campo de referencias a la realidad
extratextual (la realidad de la vida), construido a partir de un tejido de
citaciones explícitas e implícitas. Visto así, inquirir en los efectos identitario-culturales
de un texto es rastrear el trabajo de origen: el viaje que el autor realiza en
el lenguaje, en la historia, en la cultura para visibilizar aquellos otros
sujetos y voces que hicieron posible que el autor pudiera escribir lo que
escribió y determinar, en un juicio siempre subjetivo pero informado, si el
autor le hace o no justicia a los suyos y a los otros.
La
experiencia de mundo es la clave para comprender cuánta ha sido la opresión,
cuánto ha sido el horror. Partir para después volver. Partir para
descubrir la desigualdad entre los hombres: un hombre persigue a otro, un
hombre mata a otro, y los dos son hombres (Polito 2000: 49, énfasis de la
autora).
Esto
que Francesca Polito describe para caracterizar el mundo poético de Cuadernos
de un retorno al país natal de Césaire es también una clave para relacionar
la literatura con la identidad: los efectos culturales, en el sentido político
de éstos, no ocurren sólo por el tema, no sólo porque el autor provenga de
algún grupo cultural subalterno, no sólo por la buena intención de denunciar o
atestiguar la opresión y la desigualdad o de remarcar la diferencia cultural
para fines de reivindicación política, sino por la decisión de asumir la
responsabilidad moral de no escribir y de no leer reificadamente; riesgo que,
si bien nunca desaparece del todo, se puede mantener a raya a través del
despliegue de una escritura/ lectura dialéctica sustentada en la
"experiencia de mundo" y en el desplazamiento hacia el origen del
texto, entendiendo que el "origen" no es un origen absoluto,
esclerotizado en una forma de memoria que anula la historicidad del recordar.
Viajar al origen es, ciertamente, una manera de comprender el presente a través
de la memoria activada por el texto que leemos y escribimos, presente que es el
único tiempo que nos es dado y cuyos límites se desplazan a diario con cada
nueva experiencia. Y escribir y leer son, por cierto, experiencias que
acontecen en el vivir diario. El viaje al origen es al mismo tiempo un viaje al
no-origen; a la identidad de otros o, incluso, a la identidad de nadie que no
sea la de los personajes que representan aquello otro que nunca hemos podido
ser pero que, desde el momento en que lo imaginamos, está en la virtualidad de
nuestro ser.
A
modo de conclusión
Nuestro
pasado, cualquiera que haya sido, es un pasado en proceso de desintegración;
anhelamos aprehenderlo, pero es escurridizo y carece de base; volvemos la
mirada en busca de algo sólido en qué apoyarnos, sólo para encontrarnos
abrazando fantasmas (Berman 1998: 351).
Si
Berman está en lo cierto, cualquier práctica literaria que se aboque a
representar la identidad estaría condenada a ser un ejercicio de "abrazar
fantasmas", lo que probaría que la identidad cultural (y el pasado de
origen que en ella subyace) están en proceso de desintegración. La escritura
literaria, en su empeño de producir sentido que puedan derivar en discursos
configuradores de identidad, se vuelve tributo a la desintegración del pasado
(y del ser, en suma): es la evidencia de que la realidad del ser, por lo menos
en algún aspecto nada despreciable, se ha vuelto ficción, memoria de lo perdido
o, a lo más, ensayos de verdades provisionales sobre el ser igualmente
provisional. Pero la desintegración del pasado sólo es dolorosa para quien tiene
el privilegio de la nostalgia; no para los "pobres de la tierra"
(Martí) que si tienen alguna identidad que construir no será precisamente
celebrando la memoria de sus esclavitudes.
La
memoria, desde luego, es un componente decisivo de las literaturas que
tematizan problemas de identidad cultural (y sus alcances identitarios en los
mundos personales). Y es porque la identidad no puede representarse sin un
origen. El modo en que se represente ese origen será determinante para que la
identidad cultural se vea sólo como pérdida, como entidad en desintegración de
la cual la escritura sería una especie de canto de cisne, tardío testimonio de
lo irrecuperable, o, en su defecto, para que la identidad funcione como una
instancia de afirmación constructiva del nosotros por la vía de hacer de la
memoria un elemento gatillador de una práctica escritural liberadora de los
efectos nefastos, paralizantes, de un pasado oprobioso y del futuro de ese
pasado: lo que somos nosotros en el aquí y el ahora…
Para La Coleccionista
de Espejos: M.L. Caleb Aguilar F
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