miércoles, 10 de abril de 2013

Sobre Literatura e Identidad...


 El presente artículo, tiene muchos apoyos o links inter-neticos. Aclaración necesaria para aquellos que pretendan que les hagamos la tarea o, piensen que son una serie de ideas tomadas de internet sin función aparente se construyen artículos…

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Palabras clave: identidad cultural, y representación literaria

El tema literario, es quizás, uno de los temas más importantes a considerar en materia de creación literaria: nos has acompañado desde el principio y bíblica, en todo el sentido de la palabra, es su relación con el ser humano…

 Literatura deriva, etimológicamente, del latín Littera, que significa “letra” o “lo escrito”. Por su etimología, pues, la literatura está ligada a la cultura, como manifestación de belleza a través de la palabra escrita, pero esta definición deja fuera la literatura de transmisión oral, que es la primera manifestación literaria conocida, por lo que es mejor hablar, siguiendo a Aristóteles, de “el arte de la palabra”: la literatura es un arte, y por tanto, se relaciona con otras artes, y tiene una finalidad estética…

A lo largo de la historia no se ha dado consenso para alcanzar una definición universal. Se entiende por literatura, en el contexto de la crítica literaria, el conjunto de textos que son producto del arte de la palabra (J. Domínguez Caparrós).  Sin embargo enfrentemos el hecho de que todos, empezando por los que se educan para ello, aducen que escribir es fácil en lugar de pensar que el talento y la forma en que se expresen también forman parte del evento y constituyen una de las partes más importantes que, de alguna forma las distintas escuelas y definiciones,  

1.    ROMAN JAKOBSON: el objeto de la literatura es la literalidad, entendida como algo más que la fidelidad de las palabras a un significado…

2.    TZVETAN TODOROV: La literatura es un medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad; digámoslo de una vez: es una ideología pues toda literatura ha sido siempre ambos: arte e ideología.

3.    JOAQUÍN XIRAU: La literatura, como el arte, es una de las formas más altas de conciencia, es una forma de conocimiento y de auto-reconocimiento. (Presunción muy usada)

4.    MARÍA  MOLINER: la literatura es el arte que emplea la palabra como medio de expresión, la palabra hablada o escrita, en contraposición a

5.    WOLFANG KAYSER plantea cambiar el término “Literatura” por el de “Bellas Letras”, para poder diferenciarla del habla y de los textos,

no literarios; no toman en cuenta a la hora de pensar en la crítica desde el punto de vista literario y no desde el familiar, personal y social, definiciones que hemos agrupado siguiendo a Tzvetan Todorov (Les genres du discours, 1978), en estructurales y funcionales.

·         Estructurales…

     Se caracteriza por ser imitación y por usar un lenguaje sistemático y autosuficiente: auto-télico en el sentido de que sólo busca “decirse a sí mismo” y puede ser opaco que, tiene su origen en la Poética Aristóteles (Estagira:384 a.C - Calcis) 322 a.C en el que trata de definir la techné (arte) …que en prosa o en verso, el arte imita sólo el lenguaje: …el poeta debe ser artífice de fábulas más que de versos…” (Poét.1451b), a la que se aúna tres características importantes para Aristóteles: 1.- La imitación (mimesis), que utiliza el lenguaje como un fin en sí mismo, 2.- La verosimilitud, cualidad por la que, lo que cuenta un texto podría haber ocurrido. Este arte que imita la acción humana se configura en la FÁBULA (mythos) o “composición de los hechos” -otro aspecto aristotélico fundamental-, el elemento fundamental de la tragedia (Poét., 1450 a) el argumento, la mímesis de la acción. La fábula no constituye, para Aristóteles, un género literario, sino un elemento de la retórica que debe facilitar que la obra poética sea un todo entero cuyos elementos estén unidos por una necesidad que une las partes entre sí.  El tercer aspecto aristotélico a considerar es el de la catarsis  o “purgación de ciertas afecciones”.   Todas estas consideraciones llegan hasta la actualidad a través de los románticos alemanes que creían en el simbolismo, el formalismo ruso y el New Criticism americano.

·         Definiciones funcionales…

Son las definiciones de la literatura que la caracterizan por relación a algo que es externo y a lo que debe hacer. Es la perspectiva que adopta la crítica marxista. La literatura está incluida en la dinámica social, su ideología, su espacio y su tiempo, y se enfoca ligada al materialismo dialéctico (como filosofía) y al materialismo histórico (como proceso social), vinculada a un contexto que determina una concreta visión del mundo. Son representantes de estas teorías Lukács, Adorno, Walter Benjamín, Goldman y Terry Eagleton.   

·         Definiciones semióticas

            La semiótica estudia el comportamiento del signo lingüístico en el entorno social, y en ese contexto, la literatura es una expresión concreta de un código. Este tipo de definiciones integran las estructuralistas y funcionales, y tienen en cuenta el rasgo de la comunicación del hecho literario.: “la literatura es un lenguaje propio del tipo de comunicación especial que es el arte” (J.Domínguez Caparrós)

Sin negar las peculiaridades lingüísticas del texto literario, éstas se vinculan a un contexto comunicativo que va más allá del texto. La consideración semiológica del texto literario implica una perspectiva comunicativa: la literatura  es un mensaje dentro de un acto de comunicación que se desarrolla en una situación especial, con un emisor, un receptor y un contexto propio (que puede no ser el mismo que el del receptor o el del autor).

J. Domínguez Caparrós considera preferibles este tipo de definiciones, porque “aunque la literatura cambie de una época a otra, de una sociedad a otra, en su descripción debe integrar elementos textuales y extra-textuales como caracterizadores del tipo de comunicación artística en que consiste”.
Lo que sí parece cierto, es que en los últimos tiempos el concepto sigue sin tener una definición que guste a todos los críticos. Como señalan Fernando Cabo Aseguinolaza y María do Cebreiro (Manual de la teoría literaria, 2006, pág. 71), “Términos como el de paraliteratura reflejan bien la incomodidad conceptual ante un determinado tipo de textos que aun cumpliendo los requisitos formales que definen la extensión de lo literario, no alcanzan a satisfacer otro tipo de exigencias” … no dicen mucho con respecto a

¿Qué es lo que hace que un texto sea literario, bueno o malo?  Quizás nadie nunca lo sepa con exactitud; a partir del Círculo de Praga, en que surge por primera vez el concepto de literalidad;  y R. Jakobson afirmó que lo literario no estriba en los ornamentos del texto, sino en la revaluación del mismo, porque el propósito del autor es estético; es decir que, simplemente establecemos que la habilidad literaria la confiere el modo de narrar y de ordenar los acontecimientos, igual es su relación con identidad…

Anotaciones al margen:

1.    La definición de literatura cambia dependiendo del contexto sociocultural e histórico, y sólo en el s. XIX adquiere el significado contemporáneo (en el siglo XVIII se llamaba literatos a poetas y a científicos como Newton), porque la misma palabra es una palabra polisémica (cf. Diccionario RAE). 

2.    La Poética, de Aristóteles es el primer texto teórico importante en el que se trata la cuestión de definir el arte de la escritura. No obstante, cuando Diógenes Laercio alude a la obra del Estagirita, se refiere a un tratado en dos volúmenes, por lo que hay que tener en cuenta que nos falta el segundo.

La literatura tiene un concepto amplio, a la vez entendida de diferentes formas, que no son tan analizadas por los críticos como lo hacen de manera subjuntiva los lectores: por eso saben que les gusta y, al menos el entrenado mediante la lectura del conocimiento interior define con exactitud sus lineamientos sin que nadie le diga qué y cómo.

Grafica de trabajo literario

LITERATURA-------Arte que emplea como medio de expresión una lengua--------Conjunto de las producciones literarias de una nación, época o de un género.----------- Conjunto de obras que versan sobre un arte o una ciencia.-----------Conjunto de conocimientos sobre literatura.-----------Tratado en que se exponen estos conocimientos

Subrayemos además que dentro de la literatura existe un concepto fundamental que sirve para poder llevar a cabo una clasificación de las distintas obras: el GENERO LITERARIO, a los que pertenecen los diversos tipos de trabajo caracterizados por distintos aspectos semánticos, formales o fonológicos.
También dejemos en claro que el origen de la escritura no marcó el inicio de la literatura: los textos sumerios y algunos jeroglíficos que son el testimonio de las primeras civilizaciones humanas, en su mayoría no pertenecen al ámbito de la literatura.
 
 Se afirma que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge, sino que ella misma crea identidad. Creemos que la correlación literatura-identidad, para que se torne productiva en términos de crítica literaria y cultural, hay que inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto en la medida en que el reclamo por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica textual literaria que problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política de visibilización que implica desafiar discursos e ideologías complacientes con estereotipos "oficiales" y/o con la negación radical del sujeto subalterno desde instancias de dominación. Partiremos del supuesto de que los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle reclamados a la literatura) tienen que ver más con la no-identidad de la identidad, con lo ausente y lo posible que se materializa como "presencia" a través de la memoria y/o de la imaginación literaria que construye la "otra historia de la historia".

    Se afirma, a menudo, que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge como escritura artística institucionalmente aceptada y legitimada en cuanto tal, sino que produce identidad; incluso más: ella misma, en algún sentido que exploraremos más adelante, sería identidad1. Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de "poesía del sur de Chile", plantea una doble entrada de análisis a la relación entre literatura e identidad: cualquier denominación que territorialice la literatura ha de ser sometida a un permanente proceso de "desencialización" con el fin de resguardarse del peligro de fijarle rasgos constitutivos presuntamente inamovibles a una cierta literatura recortada en función de los límites geográficos en que ésta se produce (sur de Chile, en este caso). Para Miralles, la poesía, escrita en español, construye sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado de la cultura hispánica, de manera que carecería de sentido nombrarla a partir de su origen territorial local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la literatura produce significados que devienen producción de identidad cultural. Dado que esta identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y territorio concretos, la "producción de identidad" realizada por la literatura cabría verla, en rigor, como una operación de "esencialización" (aunque siempre inestable) de una cierta formación cultural situada, que se hace presente, visible, precisamente por el texto literario que la registra, la construye y, a su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto literario).

En definitiva, el hecho de que se escriba poesía acá le da identidad a esta zona del país. Si uno se pusiera a hablar de poesía del sur, habría que encontrar la "esencia de lo sureño", cosa que me parece es algo difícil de "encontrar" (Miralles 2002: 227).

Ahora bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto, identidad, cabe preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce? ¿Qué eficacia tendría esa identidad literariamente producida para la conformación de la "identidad cultural" colectiva, movilizada ésta como concepto político marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a responder, que el concepto de identidad "remite a una noción de nosotros mismos, en función o en comparación con otros que no son como nosotros […], que no tienen ni las mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o normas" (Castellón y Araos, 1999). Lo cierto es que la noción de identidad, en tanto autoimagen singularizadora, se materializa, en la práctica de la vida social, a través del hecho de que una comunidad de individuos comparte un determinado conjunto de condiciones de vida que posibilitan una constelación común de significados, asumidos éstos como patrimonio digno de defenderse y preservarse y que, en todo caso, proveen patrones, sustentables en el tiempo, de funcionamiento y de comprensión intersubjetiva de la realidad. Castellón y Araos mencionan, al respecto, tres condiciones claves para la construcción y sustentabilidad de una determinada identidad cultural: una es el lenguaje y todo el tejido de discursividades constituyentes de lo real, lo imaginario y lo simbólico (Lacan dixit) que se sustentan en el lenguaje compartido (un idioma común), otro es el territorio en la medida en que las características físicas de éste imponen "modos de habitar, de ser y de mirarse", los que contribuyen a la construcción de una determinada especificidad cultural surgida por la necesidad de adaptación al medio. Una tercera condición sería la religión en tanto ésta "conlleva una interpretación del mundo" que provee potentes significados en términos de imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real, incluyendo, por cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una perspectiva materialista, esta tercera condición podría, sin embargo, considerarse parte de las discursividades sociales sustentadas en el lenguaje; esto porque las cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de tornarse discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio (aunque se trate a veces de una integración e identificación negativa, por oposición) al margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de posibilidad de lo identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos "identidad cultural", en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por "aparatos ideológicos de estado" operados desde sitios de poder dominante2. La identidad, en su dimensión discursiva, también se puede manifestar en forma de discurso cientifico-técnico, presumiblemente desmitologizado pero que, igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de creencias más o menos indemostrables e invisibilizadas3. Estos relatos, sin embargo -y más allá de la tipología clasificatoria que podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves de comprensión e interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente racional y epistemológico. Una de las características más determinantes de los discursos que configuran la identidad cultural es que proveen claves de identificación emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser) necesariamente sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico (salvo quizás cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en que las circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).

Hablar, entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de individuos histórica y territorialmente situada equivale a concebir dicha comunidad a partir de, a lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón ontológica en tanto se la percibe como dada "sustancial y esencialmente", es decir, como algo en sí y para sí, "sin perjuicio de su estructura procesual o dinámica"; b) una voluntad de mantener el "supuesto carácter de identidad sustancial" a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras de ser, de pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la comunidad (o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y defendidos si fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene la necesidad de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no se confunda con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la otredad, a menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante4. Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo que podríamos llamar "identidad cultural afirmativa": aquélla que se construye a partir del reconocimiento de la presencia, real o imaginaria, de prácticas culturales dignas de ser defendidas, preservadas y reivindicadas en un eventual escenario de conflictos culturales; conflictos que, de ocurrir, son, en última instancia, luchas por el control de los "aparatos ideológicos" generadores de los significados identitarios de una comunidad humana determinada.

Pero la identidad cultural no sólo se hace de presencias, se hace también del reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales están llenas de zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de anti-modelos. Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se es y se quisiera ser, sea que este "querer ser" se inscriba en un horizonte de realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al orden dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad cultural es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada en la memoria y en la práctica de la vida social, opera como un dispositivo ideológico de resistencia (si se trata de culturas subalternas) o de control imperialista (si se trata de culturas dominantes) pero, asimismo, la identidad cultural puede ser una praxis no gratificante, que se perfila a partir de ausencias y debilidades que pueden actuar también como marcas de diferencia, aunque no precisamente para reivindicarlas y que delatan, por lo mismo, fisuras y contradicciones en el interior del cuerpo social. En estas condiciones, el discurso identitario se vuelve elegía, lamento, testimonio acusatorio, denuncia indignada o deseo utópico por ser otro; se vuelve esfuerzo por representar/ construir otra identidad a través, por ejemplo, del discurso político militante (y de las acciones que éste conlleva) y/o a través de la literatura en sus diversas variantes textuales, algunas de las cuales pueden aparecer como exclusivas de una cultura singular en un momento dado justamente por la necesidad de afirmar una identidad urgente, en proceso de construcción y visibilización. Por cierto, es en las cultura subalternas o periféricas, sometidas a la presión laminadora de la globalización cultural occidental, donde la falta de "espesor cultural" puede hacerse sentir con fuerza desgarradora, a la par que la reivindicación de una cierta "esencia" cultural puede llegar a adquirir incluso rasgos de fundamentalismo ideológico, sobre todo cuando dicha reivindicación acontece como parte de un proceso de resistencia política informada por visiones nacionalistas y/o religiosas6.

Estimamos, pues, que la correlación literatura-identidad, para que se torne productiva en lo que concierne a la elaboración de un discurso crítico liberador, hay que inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto dado que el reclamo por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica literaria que problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política de visibilización que implica -por lo menos en el caso de las culturas subalternas- desafiar discursos e ideologías complacientes con estereotipos oficiales o complacientes con la negación del sujeto subalterno, desafío que colisiona con la reafirmación a ultranza de determinados sitios hegemónicos. Los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle reclamados a la literatura) no son los mismos que aquéllos derivados de discursos pragmáticos orientados a definir, delimitar o defender denotativamente la identidad cultural de una comunidad concreta (manifiestos, proclamas, llamados a la acción, etc.). Si bien la literatura, puesta en la encrucijada de producir identidad, no da la espalda a la "identidad afirmativa" -y menos todavía aquella literatura que explícitamente asume una posición pro identitaria militante- sus efectos identitarios tienen más que ver con la no-identidad de la identidad, con lo ausente, con lo posible y lo imposible; ausencias que se materializan como "presencia" textual a través de la memoria metaforizada y de la imaginación literaria con que se construye la otra historia de la historia.

Dicho a la manera de Althusser, la literatura nos provee de una particular relación imaginaria con lo real, relación que se caracteriza porque lo que hace el texto literario es ofrecernos un campo de representaciones liberadas de la necesidad de ser verdaderas en el sentido de tener que ser técnicamente verificables, para fines científicos o judiciales, por ejemplo. Tal libertad se configura en un vasto arco de posibilidades representacionales que van desde el realismo más extremo (e. g., un relato testimonial "hiperrealista") hasta aquellas manifestaciones literarias informadas por la fantasía surrealista, desprendida de todo constreñimiento proveniente de la experiencia cotidiana del mundo. En todos los casos, sin embargo, hallamos un tipo de verdad que nunca está ausente: el sentido ético-político de los textos que se perfila a partir del hecho de que todo texto literario opera como un laboratorio de lenguaje en el que se ensaya una cierta manera de ordenar y registrar las cosas del mundo y el orden humano que en ellas acontece la validez y confiabilidad de este ensayo no se mide por la "verdad" positiva de sus asertos, sino por la capacidad de los textos para generar un recurrente movimiento de efectos identificatorios (por ejemplo, con los personajes) y de efectos de extrañamiento hacia la realidad representada en los textos este movimiento, dependiendo de la naturaleza de los textos y de la competencia analítica e interpretativa del lector, puede ser muy complejo y manifestarse en varios registros intelectuales y de sensibilidad. Es decir, se trata de un ejercicio hermenéutico que se puede materializar como un genuino acto de problematización crítica del mundo o sólo como una reafirmación de ciertas conceptualizaciones ideológicas estereotipadas7.

O sea que si la literatura produce identidad, tal producción acontece por lo menos de dos maneras: a través de la elaboración de mundos de ficción orientados a reafirmar una supuesta esencialidad cultural, presumiblemente identificatoria del ser, defendible en su singularidad, imaginada como una continuidad sustentadora de diferencia, estable en el tiempo. Esto es particularmente visible en literaturas militantes, que se instalan en supuestos lugares "esenciales" de la cultura y los promueven a veces apelando a populismos nacionalistas, a la exacerbación de sentimientos de identidad que contribuyen a fortalecer actitudes de adhesión a lo propio de manera tal que lo propio aparece como una realidad sin fisuras, que merece ser preservada en su pureza, blindada ante el ataque cultural-político del otro, o, incluso, que merece ser expandida para copar otredades presuntamente inaceptables. Toda literatura que pone en el centro de su sistema representacional la escenificación de conflictos culturales con/contra el otro, termina asumiendo actitudes militantes que tienden a la hipertrofia de los propio, aunque no necesariamente se termine sosteniendo posiciones de intolerancia manifiesta.

Pero -como ya se ha sugerido- la literatura no produce identidad sólo por la vía de reafirmar lo identitariamente dado. Lo hace también a través de la problematización de la realidad referida y de las estrategias retóricas constituyentes de los discursos con que se formula y comunica un cierto sector de realidad cultural a través del texto, lo que podríamos llamar el referente de la obra literaria. El texto se convierte, así, en una máquina productora de efectos de extrañeza cuyas consecuencias, en el terreno de la relación literatura-identidad, se hacen visibles en el hecho de que entonces la literatura promueve la dimensión "procesual" de la identidad; vale decir, la literatura ofrece experiencias de realidad que conducen a repensar, reimaginar, reconfigurar lo propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos, carencias, incluyendo, sobre todo, los vacíos, carencias y deseos de los discursos que hablan de lo propio (como el de la misma literatura). Esto porque los discursos que hablan de lo propio son en sí mismos patrimonios de significados que definen y constituyen, en este caso de manera no gratificante, lo propio (o al menos una parte no despreciable de lo propio).

La literatura moderna, tan acostumbrada a representar lo real a través de escrituras metaliterarias, constituye una práctica de lenguaje propicia para problematizar la identidad desde y con la literatura: la identidad se vuelve objeto de ensayos discursivos que ponen en evidencia la, digamos, "incompletud" de la identidad y de la literatura que la registra y la hace presente. Ensayos discursivos que se materializan en textos poéticos, de ficción narrativa o dramática, crónicas o en textos ensayísticos o en manifiestos; estos últimos (los ensayos y manifiestos) se vuelven, de hecho, imprescindibles si es que la literatura acontece como parte de un proceso de resistencia/ negociación política y cultural del sujeto subalterno que busca la descolonización de su identidad profunda (p. e., las tesis de la "antropofagia cultural" del modernismo brasileño o la discusión sobre América Latina desarrollada por Roberto Fernández Retamar en Calibán).

Volvamos a una de las preguntas iniciales de este trabajo: ¿cuál sería la eficacia de esta "identidad" producida con la literatura y desde ella? La pregunta, creemos, tiene sentido si consideramos que la "identidad", para que sea tal, debería operar como un elemento unificador de una comunidad en virtud de asentar una serie de representaciones identificatorias (gratificantes o no) sobre lo propio y lo ajeno, sobre nosotros y los otros. Si la identidad es "un conjunto de significaciones y representaciones relativamente estables a través del tiempo que permite a los miembros de un grupo social que comparte una historia y un territorio común, así como otros elementos culturales, reconocerse como relacionados los unos con los otros biográficamente" (Montero 1991: 76-77), y si la literatura, al decir de Miralles, produce identidad, ésta (la literatura) tendría entonces que producir efectos que contribuyan a que los miembros de un determinado grupo social se reconozcan "relacionados los unos con los otros" a partir de referentes simbólicos provistos por la literatura.

Pensamos que efectivamente así ocurre, si no con toda la literatura, al menos con aquélla que textualiza mundos en cuya referencialidad se reconoce un proyecto estético que problematiza el ser y el existir de sujetos situados en coordenadas de diferencias culturales, conflictivas o no. Aunque toda literatura se escribe a partir de situaciones humanas histórica y geográficamente situadas, no toda literatura instala en su horizonte representacional una explícita propuesta identitario-cultural, propuesta que, de estar presente -y como ya se ha dicho-, sería, en última instancia, una propuesta de reconfiguración política de las marcas registradas de identidad y de diferencia. Uno de los primeros efectos que produce la literatura que textualiza representaciones identitarias es la visibilización, a través del texto literario, de gentes, paisajes, modos de vida, simbolizaciones autóctonas, miserias, sueños, etc. de una determinada comunidad humana en un territorio concreto. Los relatos patagónicos de Francisco Coloane, por ejemplo, han literaturizado la Patagonia chilena (Región de Magallanes) de una manera tal que ésta ha cobrado una potente existencia estética precisamente en la narrativa de Coloane y gracias a ella: sus relatos proveen al lector de una cierta experiencia de realidad patagónica que incide, a veces de manera decisiva, en las imágenes epistemológicas, políticas, antropológicas, históricas y hasta geográficas que el lector construye finalmente sobre la Patagonia magallánica (los efectos de lo literario, en este sentido, están lejos de reducirse a lo "puramente estético", en el sentido de experiencia idealizada de lo bello). Franz Fanon, por su lado, al referirse a Cuadernos de un retorno al país natal de Aimé Césaire, afirma: "Césaire descendió. Aceptó ver lo que sucedía en lo más hondo. Pero no deja al Negro abajo. Está maduro para el alba. Lo toma en sus hombros y lo iza hasta las nubes" (citado por Polito 2000: 57)9. El juicio de Fanon no es, en rigor, un juicio estético: es un juicio político relativo a la liberación nacional de la negritud que Fanon promueve y defiende. El poema de Césaire le otorga a Fanon una herramienta de comprensión política para la concreción de un poderoso y apasionado discurso de descolonización del Caribe. La literatura, una vez más, se ofrece como "experiencia de realidad" funcional, en este caso, a un reclamo de justicia, dignidad y libertad para los descendientes de esclavos africanos en el Caribe.

Otro efecto identitario, tal vez mucho más potente que el anterior, que producen sobre todo las literaturas de los grupos subalternos, radica en el hecho de que éstas, justamente por su origen subalterno, devienen "anticanon" en relación con el canon literario dominante (que es, hay que decirlo, el canon de los grupos socioculturales dominantes). Aunque este "anticanon" no se funde necesariamente en una revuelta estética al estilo de las ya "tradicionales" vanguardias históricas, y carezca, en consecuencia, del brillo deslumbrante y efímero de los ataques iconoclastas a las formas estéticas canónicas, su efecto desestabilizante puede ser de vastos e insospechados alcances en la medida en que afecta nada menos que al fundamento político de lo estético: evidenciar que la realidad humana, en el más amplio y profundo sentido del término, es comprensible y representable desde lo subalterno y con categorías y referencias que, desde la perspectiva dominante, aparecían como no aptas para producir literatura genuina. Dicho de otro modo, lo que podríamos llamar las formaciones imaginarias autóctonas (digamos, los materiales de significación propias de la vida de quienes no forman parte de la clase dirigente) resultan eficaces a la hora de producir literatura que se haga cargo de textualizar una cierta condición humana en el mundo como totalidad (y no sólo en restringido mundo de la aldea local, que, si es restringido, lo será, muy probablemente, por la incapacidad del autor de crear un efecto de totalidad compleja a partir de los imaginarios autóctonos).

La eficacia identitaria de un libro como De relámpago magia del poeta chilote Nelson Torres no radica sólo en el hecho de hacer visible una determinada realidad de las islas de Chiloé, sino, sobre todo, en demostrar que se puede escribir poesía moderna (o postmoderna, según se mire) en el territorio periférico de Chiloé, e instalar, en consecuencia, la escritura poética local en la internacionalidad literaria contemporánea, a partir de materialidades culturales autóctonas que desbordan, en el texto, su ámbito de origen en la medida que el discurso poético se construye con una retoricidad propia de la poesía moderna metropolitana10. La literatura subalterna se vuelve, así, un genuino esfuerzo político de "antropofagia cultural" en tanto se apropia y deglute categorías estéticas "universales" (estilos, retoricidad, formas de construcción de los sujetos) para integrarlas al cuerpo identitario local de manera tal que lo local migra a un nuevo espacio discursivo: el de una nueva internacionalidad construida con las materialidades de lo local-popular subalterno y de lo "universal" metropolitano dominante.

Hay (o podría haber), sin embargo, un lado oscuro en todo esto: que la literatura se convierta en un dispositivo de alienación a la hora de construir una cierta imagen del nosotros en contraposición con los otros. Que una literatura se escriba desde una situación de subalternidad no la torna inmune ante el riesgo de que las visiones estereotipadas de la identidad invadan la imaginación literaria; visiones a menudo constituidas por imágenes recurrentes de victimización o, en su defecto, por imágenes utópicas simétricamente opuestas a las de la victimización (y dependiente de éstas, en consecuencia) que alimentan cuestionables voluntarismos épicos que hacen de la literatura un espacio para arengas las que, si son necesarias, no es en la literatura donde les correspondería estar (arengas que, dicho sea de paso, pueden formularse con sofisticada retórica). Aunque, por otro lado, la urgencia política de hacer visibles reclamos por situaciones que se perciben como atentatorias para la continuidad ontológica del yo/nosotros, no es un asunto de importancia menor; muy al contrario. Es razonable pensar que determinadas situaciones de urgencia no sólo explican sino que justifican absolutamente que la literatura asuma compromisos éticos y políticos militantes para con la contingencia, sobre todo si ésta acontece como intolerable experiencia de opresión.

Nuestro argumento va, sin embargo, en otra dirección. Una lectura literaria auténticamente crítica pasa por interrogarse (e interrogar, desde luego, al texto) si de veras existe consistencia entre la promesa de sentido que todo texto comporta con lo que el lector pueda al fin sacar en limpio tras un ejercicio hermenéutico determinado por una triple correlación: entre el texto y sus subtextos; entre el texto y otros textos afines (del mismo género literario, por ejemplo); entre el texto y el macrotexto de la realidad global referida (el macrotexto de la historia y la cultura). Si después de todas estas correlaciones el texto continúa mostrando productividad semántica a través de efectos de extrañeza ideológica ante lo real, y no se limita, sin más, a reiterar significados preexistentes al texto, entonces tendríamos que admitir que el texto literario en cuestión inaugura un nuevo espacio de significaciones intelectuales y emocionales que contribuye, en el ámbito de la praxis identitaria, a potenciar la naturaleza cambiante de las identidades culturales. Y a la inversa, si tras la correlación sugerida el texto muestra su falta de espesor semántico, entonces cabe indagar en dicha carencia para describir el funcionamiento ideológico de ésta. De lo que se trata es de apostar a una lectura emancipatoria que evite la reificación del texto literario, en el sentido de que lo que no debe nunca ocurrir es la "supresión de los rastros de la producción" del objeto, pues, de ocurrir, se abre la puerta para la cosificación del texto y su consecuente anulación en tanto dispositivo de visibilización de lo subalterno y de tensión de los límites del status quo de los sujetos en la historia y la cultura que les es dada (cfr. Jameson 1996: 237)11. Lo peor que le podría suceder a la poesía mapuche, por ejemplo, es que la ofrezcan étnicamente empaquetada para el consumidor y se torne, entonces, funcional al mantenimiento de un orden de cosas esencialmente desigual, compensado, en apariencia, por el reconocimiento a unos cuantos autores (pues nunca están en el podio todos los que son) cuyos poemas, relatos o testimonios valen por el exotismo de la diferencia reificada y no por lo que genuinamente representan: subversión o, por lo menos, revisionismo cultural-político y literario. El orden dominante, además, se aprovecha de la circunstancia para cultivar una imagen de democracia incluyente (e. g., insistir hasta la saciedad en el discurso del respeto a la diversidad cultural).

Estar alerta a las textualidades varias que susurran en el texto no es sólo un imperativo intelectual con el fin de demostrar competencia en la comprensión de textos literarios con propósitos académicos puramente técnicos, sino -y lo decimos de manera enfática- es un imperativo ético y político que vale tanto para autores como para lectores, más todavía si estamos escribiendo/ leyendo literatura que hace de los problemas de identidad cultural su centro temático y, por lo mismo, hace de tales problemas urgencias retóricas que han de resolverse con un lenguaje que no se agote simplemente en la reiteración machacona de estereotipos preexistentes al texto. Escribir y leer literatura es una práctica textual que acontece en la historia, que forma parte de las prácticas de vida de una cultura. Pero lo cierto es que se escribe y se lee desde ciertos sitios de poder, de status, de visibilidad social, y estas circunstancias no son en absoluto neutras a la hora de producir significados con el lenguaje; menos si se trata de discursos públicos que se inscriben en una institucionalidad que define quién es visible y quién no lo es (como ocurre en la institucionalidad de la literatura -e. g., premios, visibilidad en los medios, participación en organizaciones de escritores, vínculos con editores- y la de la academia universitaria que valida obras y autores y los prestigia, se supone, al convertirlos en objeto de estudio).

Inquirir en la conexión literatura-identidad cultural equivale, pues, a indagar, desde una perspectiva informada por el materialismo histórico y cultural, en los efectos de experiencias de realidad que un texto concreto provee o no provee en relación con la acción de visibilizar y tensionar los límites identitarios entre "nosotros" y los "otros", de manera que el texto exhiba sus fortalezas y debilidades a la hora de producir (o reproducir) identidad. El texto literario, más que otros textos, es un lugar de confluencia de textualidades diversas en un cierto campo de referencias a la realidad extratextual (la realidad de la vida), construido a partir de un tejido de citaciones explícitas e implícitas. Visto así, inquirir en los efectos identitario-culturales de un texto es rastrear el trabajo de origen: el viaje que el autor realiza en el lenguaje, en la historia, en la cultura para visibilizar aquellos otros sujetos y voces que hicieron posible que el autor pudiera escribir lo que escribió y determinar, en un juicio siempre subjetivo pero informado, si el autor le hace o no justicia a los suyos y a los otros.

La experiencia de mundo es la clave para comprender cuánta ha sido la opresión, cuánto ha sido el horror. Partir para después volver. Partir para descubrir la desigualdad entre los hombres: un hombre persigue a otro, un hombre mata a otro, y los dos son hombres (Polito 2000: 49, énfasis de la autora).

Esto que Francesca Polito describe para caracterizar el mundo poético de Cuadernos de un retorno al país natal de Césaire es también una clave para relacionar la literatura con la identidad: los efectos culturales, en el sentido político de éstos, no ocurren sólo por el tema, no sólo porque el autor provenga de algún grupo cultural subalterno, no sólo por la buena intención de denunciar o atestiguar la opresión y la desigualdad o de remarcar la diferencia cultural para fines de reivindicación política, sino por la decisión de asumir la responsabilidad moral de no escribir y de no leer reificadamente; riesgo que, si bien nunca desaparece del todo, se puede mantener a raya a través del despliegue de una escritura/ lectura dialéctica sustentada en la "experiencia de mundo" y en el desplazamiento hacia el origen del texto, entendiendo que el "origen" no es un origen absoluto, esclerotizado en una forma de memoria que anula la historicidad del recordar. Viajar al origen es, ciertamente, una manera de comprender el presente a través de la memoria activada por el texto que leemos y escribimos, presente que es el único tiempo que nos es dado y cuyos límites se desplazan a diario con cada nueva experiencia. Y escribir y leer son, por cierto, experiencias que acontecen en el vivir diario. El viaje al origen es al mismo tiempo un viaje al no-origen; a la identidad de otros o, incluso, a la identidad de nadie que no sea la de los personajes que representan aquello otro que nunca hemos podido ser pero que, desde el momento en que lo imaginamos, está en la virtualidad de nuestro ser.

A modo de conclusión

Nuestro pasado, cualquiera que haya sido, es un pasado en proceso de desintegración; anhelamos aprehenderlo, pero es escurridizo y carece de base; volvemos la mirada en busca de algo sólido en qué apoyarnos, sólo para encontrarnos abrazando fantasmas (Berman 1998: 351).

Si Berman está en lo cierto, cualquier práctica literaria que se aboque a representar la identidad estaría condenada a ser un ejercicio de "abrazar fantasmas", lo que probaría que la identidad cultural (y el pasado de origen que en ella subyace) están en proceso de desintegración. La escritura literaria, en su empeño de producir sentido que puedan derivar en discursos configuradores de identidad, se vuelve tributo a la desintegración del pasado (y del ser, en suma): es la evidencia de que la realidad del ser, por lo menos en algún aspecto nada despreciable, se ha vuelto ficción, memoria de lo perdido o, a lo más, ensayos de verdades provisionales sobre el ser igualmente provisional. Pero la desintegración del pasado sólo es dolorosa para quien tiene el privilegio de la nostalgia; no para los "pobres de la tierra" (Martí) que si tienen alguna identidad que construir no será precisamente celebrando la memoria de sus esclavitudes.

La memoria, desde luego, es un componente decisivo de las literaturas que tematizan problemas de identidad cultural (y sus alcances identitarios en los mundos personales). Y es porque la identidad no puede representarse sin un origen. El modo en que se represente ese origen será determinante para que la identidad cultural se vea sólo como pérdida, como entidad en desintegración de la cual la escritura sería una especie de canto de cisne, tardío testimonio de lo irrecuperable, o, en su defecto, para que la identidad funcione como una instancia de afirmación constructiva del nosotros por la vía de hacer de la memoria un elemento gatillador de una práctica escritural liberadora de los efectos nefastos, paralizantes, de un pasado oprobioso y del futuro de ese pasado: lo que somos nosotros en el aquí y el ahora…

Para La Coleccionista de Espejos: M.L. Caleb Aguilar F

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