(Presentación
de Todas las voces que canta el mar,
21 de marzo 2013)
Dice
la poetisa, ensayista y traductora
polaca Wislawa Szymborska, que entre aquellas personas dedicadas a la
creación, ya sea en la ciencia, en la música, en las artes plásticas, la
literatura, el peor de los casos es el de los poetas. De los otros se
pueden hacer películas mostrando trabajos de laboratorio, pinceladas en un
lienzo, obras musicales, pero con la poesía es otra cosa. Ella se pregunta qué
clase de espectador podría soportar ver a alguien, el poeta, que “sentado a la
mesa o acostado en un sofá, con la vista inmóvil, fija en un punto de la pared
o en el techo; de vez en cuando escribe siete versos, de los cuales, después que
transcurre un cuarto de hora, va a quitar uno y de nuevo pasa una hora en la
que no ocurrirá nada”. “Su trabajo resulta irremediablemente poco fotogénico”.
Y en fin, tan poco fotogénico que el acto de escribir se reduce a “detenerse en
el silencio, en espera de sí mismo frente a una hoja de papel en blanco, que en
el fondo es lo único que importa”. Eso desde fuera. Otra cosa es desde dentro.
García Lorca dice que ante la expectativa de crear un poema, se tiene “la sensación vaga” de ir a
una cacería nocturna en un bosque lejanísimo”, y “un miedo inexplicable rumorea
en el corazón”. Pero claro, este es un paisaje íntimo que nadie ve. Solo se
puede ver a esa persona que escribe, con un fondo de silencio y la hoja (o la
pantalla) en blanco, sin rituales ni escenificaciones, en espera de sí misma. Y
sin embargo, responsable de una gran tarea, porque lo es en general la creación
artística. Al menos eso decía Joseph
Campbell: esa tarea es la de mantener
con vida al mito”, puesto que, decía él, “la función del arte” es mitologizar
el ambiente y el mundo.
Esta
idea viene a cuento porque esa es, a mi modo de ver, la tarea que realiza Delia
Mc Donald en su obra Todas las voces que
canta el mar, en la que, como anuncia el título, hay un mar
hamacando los versos: aquel por el que transitaron las naves de Ulises.
Hay, desde luego, una mitología de fondo: la de los dioses griegos con sus
divinidades tan humanas que si no fuera porque vivían en el Olimpo y eran
enormes y majestuosas, creeríamos reconocer en ellas la carne y el hueso de
nuestros propios vicios y dolores. Hay dos géneros literarios de fondo: uno es el
del teatro griego, del cual Delia toma al corifeo, que en el teatro anticipa o resume la acción, destaca este o
aquel aspecto de la trama, dialoga con los personajes, a modo de conciencia. En la obra de Delia, el corifeo habla por los personajes o narra sus acciones o pensamientos, dialoga con otros corifeos, les plantea preguntas a ellos o plantea preguntas a un público implícito. El segundo género literario de fondo es la épica homérica,
que le ofrece todo lo demás. Ese todo lo demás es la historia que nos llegó,
rodando por siglos y siglos desde la Ilíada y la Odisea. En esa tarea de
mitologizar el ambiente y el mundo, Delia recoge el mito griego y mitologiza a
través de él el mundo actual al
modificarlo, reinterpretarlo, redimensionarlo, tal vez porque, ella
sabe, que, como decía el poeta Robert Blake, “la eternidad está enamorada de
los productos del tiempo”.
Aunque
por la obra pasan muchos personajes, el
gran personaje es Helena de Troya, que no era de Troya sino de Esparta, y nació
de una mujer humana y un dios, como en general estiman los patriarcas que
nacemos siempre. El origen de Helena es una historia de violación, como las hay
muchas en el mito: Zeus, el gran Dios de dioses, se enamora de Leda, y para
tener acceso carnal a ella se transforma en cisne y la viola mientras ella toma
un baño. Como la mitología está hecha de
la misma materia de los sueños, y en los sueños, ya sabemos, ocurren cosas
extravagantes y extraordinarias, pasado un tiempo Leda no da a luz, sino que
pone unos huevos. De uno de ellas nace Pólux, del otro Helena, cuyo nombre significa “la luz”. Por eso al
principio del poemario, en que hay un diálogo entre el corifeo de las Parcas y
el de la Sibila, escribe Delia: “¿Habéis escuchado hablar del retoño de uno de
los vuestros Dioses que, convertido en cisne yació con una mortal de cuyo
vientre floreció la belleza?”. Contesta Láquesis, la que mide el hilo de la
vida: ¿”Es ella reina de muchos y de nadie?” Y la Sibila: “Simplemente es una
mujer que vive de los escombros dejados por otros; y que tras el rastro del
amado va…”.
Pero
esta mujer, reina de muchos y de nadie, no va porque sí. Casi nada en el mundo
homérico, ocurre sin que intervenga la voluntad de los dioses. Y en la historia
de Helena hay un episodio que explica por qué Helena se va a Troya. Sus desgracias comenzaron muy antes que la historia de la
Ilíada, en una fiesta de bodas entre dioses en la que, como ocurrió después en
los cuentos con al bruja mala, hay una divinidad femenina que no fue invitada.
Se trata de Eris o Éride, la Discordia. Y, como su nombre lo indica, ella
estaba dispuesta a incordiar y vengarse de esa afrenta. Por eso discurrió
lanzar en medio de la fiesta una manzana de oro con la siguiente inscripción:
“Para la más hermosa”. Zeus nombró como juez a Paris, príncipe de Troya. Hera,
Atenea y Afrodita intentaron sobornarlo: Hera le ofreció poder político,
Atenea, destreza militar y Afrodita el amor de la mujer más hermosa de la
tierra. Obviamente, a la edad que tenía Paris, prefirió el amor al poder y a la
guerra. El problema fue que la mujer más hermosa, o sea Helena, ya estaba
casada con Menelao, rey de Esparta. Así pues, su belleza resulta en tragedia
para ella y para los demás. La condena a ser infiel, y la infidelidad femenina
en el mundo griego como en el nuestro casi hasta ayer, tenía consecuencias
desastrosas. A fin de que se cumpla la promesa,
durante una ausencia de Menelao, Paris la rapta, o ella huye con él,
según se vea, y se la lleva (o ellos se van) a Troya. Menelao pide ayuda a su
hermano Agamenón, rey de Micenas, y así se produce la guerra y la desgracia general.
Por eso escribe Delia: en el sendero que acecha la llegada de los ojos de aquel
al que fue entregada en honor de la alianza a una manzana,
oscila la sombra del
extranjero que comparte
su cuerpo mas no su gineceo…
Pero este personaje, en la historia homérica resulta ser, como todas las mujeres de la historia, una especie de mueble del que los hombres disponen a conveniencia y como mucho un botín de guerra. Delia lo recuerda citando el tercer canto de la Ilíada,donde dice: "Helena y sus riquezas serán el premio del combate, el que venza, demostrando ser el más fuerte, /lleva a su casa, como es justicia, a la mujer con todas sus riquezas".
Eso es Homero, pero otra cosa es Delia interpretando a Homero porque si es verdad, como creo que lo es, la afirmación de Antonio Machado cuando dice que “la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo”. Yo diría que en este caso y este libro, la poesía es “el diálogo de la mujer con su tiempo”. Y el tiempo de Delia ya no es, por suerte, el de Homero. Por eso en su obra Helena adquiere una diferente dimensión humana, que se puede observar por ejemplo en el siguiente texto: “…el tiempo tan solo me pregunta: ¿qué es el amor; una hoja que pende solitaria al borde de una rama, o simplemente el viento que la mueve en mis ojos?”. Y el corifeo de las Parcas le contesta: “El perfume de la soledad que te acecha es el mismo que persigue a quien se hunde en los mares de la belleza, bien se ve….”
Pero este personaje, en la historia homérica resulta ser, como todas las mujeres de la historia, una especie de mueble del que los hombres disponen a conveniencia y como mucho un botín de guerra. Delia lo recuerda citando el tercer canto de la Ilíada,donde dice: "Helena y sus riquezas serán el premio del combate, el que venza, demostrando ser el más fuerte, /lleva a su casa, como es justicia, a la mujer con todas sus riquezas".
Eso es Homero, pero otra cosa es Delia interpretando a Homero porque si es verdad, como creo que lo es, la afirmación de Antonio Machado cuando dice que “la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo”. Yo diría que en este caso y este libro, la poesía es “el diálogo de la mujer con su tiempo”. Y el tiempo de Delia ya no es, por suerte, el de Homero. Por eso en su obra Helena adquiere una diferente dimensión humana, que se puede observar por ejemplo en el siguiente texto: “…el tiempo tan solo me pregunta: ¿qué es el amor; una hoja que pende solitaria al borde de una rama, o simplemente el viento que la mueve en mis ojos?”. Y el corifeo de las Parcas le contesta: “El perfume de la soledad que te acecha es el mismo que persigue a quien se hunde en los mares de la belleza, bien se ve….”
La mujer conocida como la
flor más bella,
Tuvo la brevedad de huir de
tu reinado
Porque tiene demonios que la acechan con el filo/
De la vestidura diaria,/ Y ha descubierto que teme más a esa otra
soledad
Que se apoderaba de ella
cuando tú llegas; ¿Puede
enfrentar la espada del rey esta verdad?
¿Puede haber mayor soledad
que esa?
Y siempre como mujer que
dialoga con su tiempo, cuando habla de Penélope, el paradigma de la mujer
virtuosa, la que espera, tejiendo, durante veinte años a un marido que en los
campos del amor no pierde vez, Delia hace decir al personaje:
…es justo decirte que no esperaré tu
regreso sentada
bajo la sombra de tu fiel perro;
ni siendo la doliente hembra sentenciada a
esperar
el que los machos del clan decidan quién es
me-
jor para la fiesta del himeneo de su
belleza; nadie,
es también mi ocaso y mi destino:
despreocúpate
amor: si /es que regresas Ítaca y Penélope ya
no se-
rán las mismas, pero te esperan”.
Alguien,
en la contratapa de esta obra, señaló que esta obra “expresa sentimientos
femeninos ante la soledad, la lejanía y el amor de una forma admirable”. Yo
creo que el adjetivo, “femeninos”, está sobrando, porque los sentimientos no
son masculinos ni femeninos sino sencillamente humanos; y los expresados de
formas admirables tienden a convertirse en poesía, lo que tampoco depende del
sexo sino de la maestría, y de aquellas “revoluciones de la sensibilidad” que,
según T S Eliot, la poesía “lleva a cabo”. Unas revoluciones, que “ayudan
a romper los modos convencionales de percepción y valoración que
sin cesar se forman”. Por eso, dice él,
la poesía “puede hacernos un poco más conscientes de los profundos e
innominados sentimientos que forman el sustrato de nuestro ser”. Y yo creo que
sí. Y que por eso a través de esta obra nos condolemos de Helena y de
Paris, y del destino, pero también de
Menelao, el esposo traicionado, cuando Delia escribe:
En las
voces de las gaviotas
y en el rumor de mis pasos por la casa que
abandonaste
hay un reclamo inclemente por tu falta:
nada; queda aquí que te nombre,/
y sin
embargo,
todo está
en su lugar.
Y como Delia dialoga con su
tiempo, no con el de los héroes griegos, estos versos nos hacen olvidar que
Menelao amaba, más que a Helena, su propio honor y su propio prestigio puesto a
prueba; que tenía concubinas, que el matrimonio de entonces y hasta mucho
después no era cosa de sentimientos sino
de intereses. Homero lo deja claro cuando afirma que “Helena
y sus riquezas” serían el premio de combate, el botín de vencedor.
A mi modo de
ver, después de tantos siglos y de tantas luchas contra el silencio del que el
patriarcado ha hecho para las mujeres nuestro deber y nuestra virtud, poetisas
y escritoras hace ya mucho han decidido hablar en vez de ser habladas. Las
grandes activistas han localizado desde el siglo XIX el lugar donde duele:
duele en la falta de derechos, en la sumisión forzada, en los estereotipos
reductores. Las teóricas y pensadoras, grandes o no, hace tiempo se propusieron
detectar el por qué: y aprendieron que porque así funciona la dominación, de
cualquier signo que sea. Por eso, transcurridos casi tres mil años desde que la virtuosa Penélope tejía y la infiel Helena
provocaba una guerra, Delia, en el cierre de su obra, resume el cambio en dos versos que pone en
boca de Helena y que constituyen la síntesis de todas las conquistas de las
mujeres de hoy:
quien hable y a saber dónde duele
y por qué. […]
Regreso al principio de mi
hora,
Pero nunca he de volver a
ser
La mujer que conocisteis…
Creía Paul Valery que
“todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su
esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de
instantes deliciosos”. Una de las mayores delicias que en este poemario se
pueden saborear, es la de la autoafirmación, plasmada en la voz de esa Helena
que nunca volverá a ser la de antes porque ahora ella aprendió a ser quien
habla, y sobre todo a decir dónde duele y por qué.
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