martes, 19 de junio de 2012

PALABRAS EN LA PRESENTACIÓN DE TERMINOLOGÍA FEMINISTA

Yadira Calvo
Quiero hacer referencia a un poquito de historia privada, que en cierto modo se relaciona con este libro. Hace muchos años, cuando yo tenía … no sé, muy pocos, le pregunté a mi padre: ¿Qué es luz artificial? Y él, encendiendo una vela, me dijo: “Esto”. ¿Qué es campesino? Le pregunté otro día. Y él me dijo: “Campesinos somos nosotros”. Supongo que de algún modo oscuro, en esa época yo intuía lo que sabía Linneo cuando se puso a colgarle etiquetas a las plantas y a los animales: que “si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas”.  Y ya así, conociendo lo que sabía de mí (es decir, mi identidad social)  y lo que sabía  del progreso que me iluminaba (es decir, un trozo de parafina con un pabilo), comencé a saborear el lenguaje de vecindario. La casa de mis padres estaba viva y crecía junto con la familia, que era numerosa: un nuevo hijo, un nuevo cuarto. Decíamos que era una casa desarguenada. No busquen esta palabra en el diccionario, porque no está. Otros vocablos de los que usábamos si están, pero no con el mismo significado. Para nosotros, una chorcha no era un pájaro sino una mancha; un chiquillo raquítico estaba entelerido.  Una ropa era “aguada” no porque se hubiera mojado sino porque era amplia y nadabas en ella. Cuando alguien buscaba algo difícil de hallar estaba testareando; un rebelde era un empolinao; y no había mujeres lujuriosas sino mujeres escocheradas. Lo que no nos gustaba era porque estaba furris o muy pelis, como lo sigue estando en la actualidad.  Por cierto, antes de venir aquí, me entró la curiosidad de saber cuál es la diferencia entre estos dos vocablos. Como era lógico, consulté el Nuevo diccionario de costarriqueñismos, y el diccionario me aclaró la gran duda: furris significa “horrible, feo”; y pelis significa “feo, horrible” ¡Y yo tantos años usándolos como sinónimos! Además por el diccionario me enteré de otra gran novedad: que ambos términos pertenecen a la “jerga juvenil”.

Luego  de aquella época de las preguntas, fui aprendiendo que  el lenguaje tenía sus normas de uso. Unas normas que se regían por el sexo. Cuando una palabra clasificaba como palabrota no la debía decir una niña, ni  siquiera una mujer adulta. Era una especie de propiedad privada de los hombres que tenía que ver con ciertos derechos que confiere la testosterona. Aprendí también que por lo menos desde el Renacimiento,  las mujeres eran parleras pero debían estar calladas, porque para decir lo que tenían que decir era mejor que no abrieran la boca.  Ya Quevedo, para quien la mujer culta es fea,  había asociado en ellas el “buen lenguaje”, con la “mala cara”, afirmando, en tono de cura sermonero: “Muy docta lujuria tiene, / muy sabios pecados hace”.

A mí, la verdad, de no haber otra opción, me parecían más apetecibles la lujuria docta y los pecados sabios que nos reprochaba Quevedo, que la ignorancia casta y triste que nos quería recetar. Así pues, por mucho tiempo  mantuve  oculto,  o casi oculto mi romance  ilícito con el lenguaje. Leía todo lo que caía en mis manos, pero mucho de lo que caía en ellas era de eso que hacía fruncir el ceño  a las personas serias y morales (y hasta a las serias inmorales). Además escribía algunas cosillas de las que solo sabían algunas personas cercanas y cómplices.  Luego, como  el machismo siempre  me ha dado pica pica,  en algún momento empecé a picar encima de él y eso sí ya en cierto modo hizo de mí una mujer pública en la más pura línea quevedista. 

Así fue como en este leer y escribir y picar se han ido armando algunas obras a lo largo de unos … muchos  años.  Y al fin, siempre bajo la consigna de Linneo,  de que “si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas”,   hace  un tiempo se me ocurrió escribir esta terminología, que ha ido formándose de a poco, como por sedimentación. Resultado de mucho leer, mucho escarbar, mucho recapacitar y  hasta de mucho enfurecerme. Pero sobre todo producto  de mi permanente  fascinación por el lenguaje.  Espero que esta obra satisfaga una necesidad social, pero, al mismo tiempo confío en que no me pase como a aquel escritor que era muy imaginativo: imaginaba que sus libros se venderían.
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Yadira Calvo Fajardo.  Licenciada en Literatura y Ciencias del Lenguaje; Profesora Asociada de la Universidad de Costa Rica; Catedrática en la Universidad Autónoma de Centro América. Actualmente jubilada.
Profesora de la Universidad de Costa Rica, Universidad Nacional, Universidad Autónoma de Centro América; Coordinadora del Foro de la Mujer, (Programa Interdisciplinario de Estudios de Género), Universidad de Costa Rica, Presidenta Consejo Académico de Filología, UACA y Ex miembro del Consejo Directivo Editorial Costa Rica.

Premios

Premio Nacional Aquileo J. Echeverría, 1990, en la rama de Ensayo
Premio UNA-Palabra en la rama de ensayo por A la mujer por la palabra. (1989)
Distinción de Asociación Max Jiménez y la Municipalidad de Goicoechea (1984)
Premio a la Superación, otorgado por el Presidente de la República, Rafael Ángel Calderón. (1991)
“Mujer Ejemplo de Trabajo”, otorgado por APROMUJER. (1997) 1999 (13-21 noviembre)
Representante por Costa Rica en el Pabellón de la Mujer Invitada de Honor, auspiciado por el Departamento de Estado del Gobierno de Puerto Rico, como parte de las Actividades de la II Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, en San Juan, incluyeron la Cumbre Internacional de la Mujer bajo el tema El imaginario femenino en las Américas.

Publicaciones

Poesía en Jorge Debravo, Ministerio de Cultura, 1980.
La mujer, víctima y cómplice, Editorial Costa Rica, 1982; 2º edición, 1993.
Literatura, mujer y sexismo, Editorial Costa Rica, 1984 2º edición, 1991.
Ángela Acuña, Forjadora de Estrellas, Editorial Costa Rica, 1989.
A la mujer por la palabra (ganador del premio UNA-Palabra 1989 y Aquileo J. Echeverría 1990), Editorial de la Universidad Nacional (EUNA), 1990.
Las líneas torcidas del derecho, ILANUD, 1993; 2º edición, 1996.
De diosas a dragones, EUNED, 1995; entre otras colectivas


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