viernes, 12 de agosto de 2011

Taller de Creación Literaria, Don Chico

Domingo a las nueve

  
Cuando hubo contestado:-
Guárdelas para los nueve
…, el padre Ramiro comenzó la formalidad diciendo:
-Hermanos, estamos aquí, en presencia de este  santo matrimonio a…


    La mañana del domingo, Don Apolonio se levantó con el sol para tener tiempo de cumplir con el deseo de su esposa. Doña Milagro había preparado la ropa con muchísima paciencia durante semanas en caso de tener que salir de emergencia a hacer algún mandado ya fuera e su pueblo de nacimiento o en la capital.

    En la cómoda, cada frasco estaba ordenado de derecha a izquierda, al total alcance de la mano. Doña Mila se dejó embarrar crema de pepino en la cara de manera que se le pusiera tersa; le puso colorete para disimular la palidez recién adquirida. Las manotas de Don Apolonio sabían encalar casas pero de preparar mujeres, nada. La tarea de las cejas fue como operar un cerebro con un serrucho. Pero el hombre se esforzó. Al fin y el cabo, era domingo y la señora no podía faltar a la cita. Siendo él la contraparte de ella, no habría ceremonia si él no se apersonaba.
Durante más de un año, Apolonio había estado guardando, en cajas, botellas de buena aguardiente para celebrar la ocasión. Planeaba comenzar a festejar y detenerse hasta que el demonio en la caña se consumiera totalmente.
El día en que el padre Ramiro se dio cuenta del gusto de don Apolonio por el aguardiente, le dijo:-Tené cuidado, Apolonio. No se te olvide que las bebidas espirituosas suelen embrutecer a los hombres.
Cada vez que doña Milagro se confesaba con el padre, le recitaba la misma letanía:-Ay, padre. Otra vez tengo miedo de que Apolonio comience a ver los azules. Viera usted las borracheras que se pega allá en la finca. Solo cuando viene de compras o a vender en el pueblo no se juma. Cuando lo veo enyugando a los bueyes, ya me tranquilizo porque él no es de los que se montan en la carreta como sus amigos. Pero, si lo veo ensillando el caballo, hasta que se me entrecorta la respiración. Ya sé lo que va a hacer. Va a las carreras de cintas y, por ahí de las cuatro, vuelve como doblado sobre el caballo. Vale que el animal recuerda el camino, que si no… ¿No podría usted enderezármelo?...-Téngale paciencia, doña Milagro. Ahí veremos cómo lo encarrila Dios porque ni enjaulándolo, se le quitaría la costumbre. Por ahora, métase usted también a la fiesta, a ver qué pasa, algo tiene que pasar...-Ay, padre. No me diga que me meta en el jolgorio de Apolonio. A mí ya no me alegra nada. Al principio me gustaba la charanga de esos nueve amigotes de Apolonio en el corredor. Pero es que ahora…Fíjese que se quedan los sábados desde el mediodía hasta bien entrada la noche. Después se van tambaleándose sobre los caballos. Ellos mismos traen los chicharrones. Ya se volaron hasta el último limón ácido que tenía el palo...-Yo tan alegre y casarme con una mujer tan seca- les decía don Apolonio a los amigos, en voz baja, pero mientras haya vida ¡a celebrar!
Los músicos terminaban de afinar los instrumentos y se armaba la fiesta. Doña Milagro se limitaba a entreabrir, de vez en cuando, la puerta del cuarto donde se encerraba a coser y a descoser el ajuar para ocasiones que sí valieran la pena.  En cada exhortación que le hacia el padre, don Apolonio siempre fingía estar de acuerdo con el cura pero, en el fondo, se encaprichaba cada vez más en seguir llenando las cajas de botellas, sin decírselo casi a nadie, mucho menos a doña Milagro; que no se daba cuenta de que don Apolonio guardaba las botellas de aguardiente debajo de la semilla de maíz escogida para la siembra siguiente. Si no era la de maíz, era la de frijol pero siempre había algo "de más" debajo de los sacos.
   Pero, como al padre ni el mismo pisuicas lo había podido engañar, se dedicó a descubrir la verdad de cómo el señor sacaba guarito para festejar porque muerto el perro, acabada la rabia.  No era raro que encontrara a don Apolonio en la calle del pueblo mientras el alegre marido emparejaba la carga de los víveres en la carreta para regresar a la finca después de vender las frutas o los granos de la cosecha. Inútilmente, el padre Ramiro levantaba las compras menores y metía la mano debajo de los sacos mientras comentaba lo bueno de lo comprado por el finquero. Le habría bastado abrir el saco de maíz o de frijoles bien apretado que Apolonio traía y llevaba. A veces eran hasta dos sacos. Intrigado, el cura le preguntó un día sobre esa llevadera de sacos de un lado para el otro. Apolonio le contestó que era un encargo fijo para entregar en el camino de regreso y hasta ahí llegó la cosa. Más bien, era el revés. Apolonio pasaba comprando aguardiente camino al pueblo y la ocultaba en unos sacos pequeños que rellenaba con granos y luego los metía en los sacos grandes también repletos.
    Para este domingo mañanero, día de la ceremonia, y luego de acicalar a la ya seria mujer, don Apolonio embetunó las botas negras. Era apenas la segunda vez que se las ponía a pesar de haberlas comprado unos cuarenta años atrás, para la primera ceremonia.  Los pies no se le habían encogido ni las botas se habían ensanchado de manera que, al ponérselas, sintió el mismo contacto piel a  pies de la primera vez. Unidas por clavitos dorados, las capas de cuero seco chirriaron una contra otra, al dar pasos por el cuarto, como el día en que las compró.

Se miró por debajo de las uñas de las manos. Se le habían ennegrecido por el pleito diario con la tierra. De haber podido, la esposa le habría recordado que a una cita no se va con las uñas enlutadas. Luego se ató un lazo en lugar de corbata, oscuro, igual que la camisa, el pantalón y el sombrero, todo del mismo color, completando la vestimenta ritual.
  El día anterior, la esposa de don Apolonio, había encerado toda la casa pues de seguro a alguien se le iba a ocurrir hacer una visita. Pocas cosas le disgustaban a don Apolonio tanto como el olor a cera roja pero se lo aguantaba considerándolo algo irremediable y una concesión a la esposa. A ella, se le enrojecía la cara dándole al piso para atrás y para adelante con brazos y piernas, usando la mitad de una pipa seca. Ese colorcillo le recordaba al marido la época apasionada venida a menos por quién sabe qué vainas.

Ese domingo, una hora antes de las nueve, doña Milagro ya estaba lista. De tan preparada que estaba, cualquiera habría pensado en una diosa egipcia. Después, don Apolonio enyugó los bueyes. Seguidamente llevó en brazos a doña Milagro a la carreta¸ la segunda vez que hacía eso con la esposa. La acomodó lo mejor que pudo. Por último, puso una cubierta para ocultar tanto las miradas indiscretas como que los rayos del sol calentaran demasiado la carreta y su contenido.
Una vecina lo vio pasar...-Fijate ¡qué envejecido se ha puesto don Apolonio de pronto!...comentó.   Las dos mujeres se quitaron el delantal y caminaron detrás de la carreta, tratando de ver qué llevaba ahí el hombre.-¿Será que lo han embrujado, especuló una tercera vecina- que va tan ido?... Una cuarta vecina que se unió al desfile por aquello de seguir a las amigas, dijo:-¿Estará, más bien, encariñado con otra mujer y ahí se lleva las botellas de aguardiente que, dicen, tiene para la casa de la otra?...-Es que tanta fiesta ya lo tiene atontado, aseguró la decimoquinta vecina.  -Mirá cómo ha enflaquecido, observó la número treinta, a lo que la treinta y dos respondió:-¡Debe de ir de un gomón! -¡Es que así son los hombres, afirmó la número cuarenta; si no se engolosinan con otra mujer, entonces se engolosinan con el aguardiente, como si se les fuera acabar. Y ahí va, con esa cara como de difunto!...
La quincuagésima mujer de la procesión dijo. -¿Y doña Milagro, dónde estará que no la vi pasar para la misa hoy? ¿No será que la lleva encerrada ahí…-¿Ahí..., gritaron todas,  ahí en el cajón de la carreta?   Entonces, se dieron cuenta de que, en vez de seguir hasta el centro del pueblo, don Apolonio había detenido la carreta frente a la entrada del cementerio. En ese momento, estaba llegando el cura quien venía en sentido contrario, hacia la casa de don Apolonio. Muy poco faltaba ya para las nueve.
    El domingo anterior a ése, doña Milagro le había rogado al cura que apenas terminara la misa de ocho, se dejara venir hacia la casa de ella pues quería confesarse antes de irse un tiempillo. Lo que no le dijo fue dónde sería la visita, y al llegar a la entrada del cementerio, en el mismo instante que el marido de aquella, el cura que era inteligente no requirió de mayor hermenéutica para entender lo que seguía.  Venía recién terminada la misa, sin cambiar aunque minutos antes, se le había ensuciado el borde de la sotana con el barro anaranjado del camino pero aun así accedió a celebrar la ceremonia;puesto que "legalmente estaba puro", sobre todo porque entre ocho y nueve de la mañana, no se le presentó ninguna tentación. -De todas maneras, el hábito no hace al monje y no es lo que entra al hombre lo que lo contamina... y con esas citas mezcladas empezó la homilía.

     Para ese momento, como ya la noticia se había diseminado, todo el pueblo estaba reunido ahí. Los esposos de las vecinas sacaron la caja alargada con doña Milagro adentro y descubrieron que también había otras cajas que don Apolonio había tapado todas con los manteados que usaba para proteger la carga de la lluvia: al quitar los manteados y el agua, ardiente recibió la bendición del sol. -Anoche tomé mi última botella- le dijo don con certeza Apolonio al cura- diga usted qué hacemos con las otras. -Guárdelas para los nueve… días- respondió don Ramiro, el cura.
         Diagnóstico:
Harold Herrera, durante muchos años hasta la actualidad, miembro de El Taller Don Chico, de El CAfe Cultural Francisco Zúñiga Díaz, es un asiduo lector del mundo interno de su propia manera de ver el mundo: sencillo, detalle a detalle suele elaborar piezas satíricas fuertes que se impregnan dentro del post-modernismos de una forma sútil y concreta; aunque en verdad este estilo pertenece al estructuralismo.  

En gran parte deriva del costumbrismo formal; pero se comporta de acuerdo a los nuevos canones y valores de crecimiento literario actual. 
El detalle aquí lo da la forma en que se invisibilizan los detalles clave que, como Zúñiga decía, deben dejarse descubrir por el lector de modo que no adelante ni se sea demasiado obvio la dicción de lo que se desea deciar y hacer de modo que el logro individual entra a formar parte del interés, permanecer enganchado que le llaman lo hace a uno/a llegar hasta el final sin titubeos.
Para La Coleccionista de Espejos:
                                              Dlia Adassa Mc Donald Woolery
                                                                    Poeta y escritora Afro-nativa

1 comentario:

la coleccionista dijo...

Bueno, pura vida. Muchas gracias.
Gracias a Delia por subirlo y hacerlo correr por el ciberespacio

Harold

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