domingo, 23 de noviembre de 2014

Avancari, Santiago Porras

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José León Sánchez
 Existió en España un Escritor de escritores. Es necesario escribir su oficio en mayúscula.

Toda la vida fue un hombre pobre. Cada día se enriqueció de sueños. Su nombre: Camilo José Cela. Fue premiado. En las tardes de olvido recibió algún que otro duro, varias pesetas y, al final de su vivir, un suma de euros de importancia al contar en su historia el cheque de un millón de dólares cuando recibió el premio Nobel de Literatura. Este hombre, Maestro de Maestros en el arte de escribir novelas decía que: El escritor no es quien tiene algo que decir sino quien tiene algo que escribir". Y agregaba nombres: Shakespeare, Góngora, Juan Ramón Jiménez.
A la memoria de esta cita se nos viene un nombre nuevo en la literatura de Costa Rica: Santiago Porras y su libro Avancari.

Desde los viejos caminos literarios nos llega una memoria y ella emerge de un prestigio de la literatura de Estados Unidos: Truman Capote:

 Escribir es fácil.

Escribir bien, cuesta mucho.

Pero escribir bien y llegar al arte es casi imposible...

 Entre los requerimientos para un buen escritor está, además de poseer un bagaje cultural que incluya todas las literaturas de la Humanidad, poseer raíces en su propia cultura. El saber de su tierra nativa.

En Costa Rica existimos algunas personas que nos hemos convertido en “famosillos” por escribir temas que nos son, casi o del todo, desconocidos. Temas de los que otros saben menos que nosotros. Santiago Porras logra, con esta obra, un libro de ejemplo sobre el sudor en las minas de oro.
Dejó su ombligo entre los pliegues del río Abangares.
Su padre y antes de él, el padre de su madre, conocieron de las minas. Nadie le puede contar un cuento sobre la enfermedad del minero. El alma del minero. La muerte del minero. El oficio vil de explotar al pobre trabajador de la mina. No se les pueden murmurar historias.

Santiago Porras creció con esos recuerdos. Y hoy habita cerca de lo que fue el murmullo de la minería. Su libro nos narra la historia de una mina -dos minas, tres minas- cuyo nombre debería ser “la mina del Mal Arrimo”. En las páginas de Avancari, para empezar, vamos conociendo personas, niños, jóvenes, viejos, ancianos, enfermos. Mujeres que llegaban a la mina para levantar sus faldas y recibir una pepita de oro. Hombres que reciben lo que los capataces de la mina les ofrecen con seguridad histórica: sus esputos de sangre como herencia de pulmones horadados.

Moja su pluma en el disfavor del poderoso. Ni sombra de duda asoma en sus páginas cuando cita los primeros aromas del oro maldito. Cita sus nombres que huelen a puñaladas de oprobio, para él como escritor. No para otros. No para la historia oficial. Y jamás serán marcados en la pluma de un premio Nacional o un Magón. Esos escritores no se han de ocupar de ellos.

Poseen los Señores del Oro la santidad de la historia. El abogado que rubricó en su protocolo la entrega de toda una nación, después recibió el premio de Benemérito de la

Patria. Y el hombre sabio entre los sabios, que se desempeñaba como presidente de la Corte Suprema de Justicia al momento de ver firmados acuerdos cadavéricos e infamantes, con sabor del oro que se reparte a manos llenas, también fue beneficiado como benemérito.

Purulento y sarmentoso recorre las páginas de esta novela el creador de todas las minas de La Sierra. Y... ¿qué? Este señor, venido desde las granjas porcinas de California, que después de terminar la construcción de un ferrocarril a Limón pasaba las horas regocijándose con la hija de un único padre de la patria.

Me ha gustado su novela. Alguna vez yo y yo, “famosillo” candidato a escritor de novelas, deambulé por esas historias. No tenía la capacidad ni la experiencia para escribir una novela. Ni siquiera sabía, en verdad, lo que era una novela. Hoy, en este camino de mi ancianidad, donde me es imposible dar los últimos pasos de mi vida sin la ayuda de un bordón de madera, ¡qué envidia me da el coraje de un hombre como Santiago Porras! y qué cantidad de sal se me pega al alma por no haber tenido un instrumento para escribir un libro como lo hace Santiago Porras.

No me gusta el título del libro. Ya es costumbre en Costa Rica no saber titular una obra. Pero ello es lo de más o de menos en un libro. Lo importante es añorar, poseer la religiosidad de un oficio. El oficio de escribir. Y Santiago lo va poseyendo en cada página que escribe. Ahí camina. Sin medir las pestañas del tiempo. Sin el celo que le inspiran otros escritores “famosillos”. Camina enhiesto como la vara del coyol. Escribe y él es la primera persona en llenarse de asombro ante esas páginas que escribió.

Me ha gustado el tema. Las minas de Abangares era semilla de puro oro para escribir y describir, como un ejemplo, la vida del coligallero, la umbrosa cavidad del túnel, el risueño y triste soñar de sus habitantes, la fiereza imperturbable y cínica de los dueños en la mina Tres Hermanos. Y también el silencio, burdo, infame que historiadores de nuestra historia patria suelen enseñar en escuelas, colegios y universidades: que Costa Rica es habitada por gente domesticada (José Figueres), por hombres y mujeres que se arrastran como gusanos. (Óscar Arias premio Nobel de la Paz) o cambiar el nombre de nuestra nación y que para siempre que se llame  Costa Risa (como lo comenta Julio Rodríguez en la Nación).

Es una forma extraña de darle lecciones a un pueblo. Y cuando aparecen las páginas ejemplares de hombres como Santiago Porras, pues ha llegado la hora de olvidarnos para siempre de cuándo doblan las campanas…

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